No importa si se trata de la reforma eléctrica, de la ley de ingresos en lo relativo al financiamiento de las organizaciones de la sociedad civil (OSC), de la política de seguridad (abrazos y no balazos), del formato de los programas sociales (transferencias directas sin intermediarios) o del estilo personal de gobierno de López Obrador. Prácticamente todas sus decisiones de gobierno tienen dos impactos. Uno directo en el tema en cuestión (generalmente indeseable) y el segundo invariablemente debilita alguna de las instituciones o condiciones que hacen posible la democracia. Se llama matar dos pájaros de un tiro.
En los dos primeros casos, detrás de las disposiciones para fortalecer a la CFE (dotarla de un poder monopólico y eliminar los órganos reguladores independientes) y captar más impuestos reduciendo los donativos deducibles para instituciones filantrópicas, hay una intención claramente autoritaria. Pareciera que el Presidente tiene un código genético claramente antidemocrático, producto de una concepción obsoleta y muy miope de lo que es el Estado.
El viernes pasado, Edna Jaime expuso con gran claridad en su columna en El Financiero, cómo soberanía eléctrica significa para AMLO incrementar su poder de decisión; es decir que él y en su caso el director de la CFE tengan el control de la producción y los precios de la electricidad sin hacer caso a recomendaciones de cualquier tipo ni a condicionantes del mercado. Lo que importa no es el desarrollo del país, la transición energética, el servicio eléctrico sustentable, de calidad y lo más barato posible para los mexicanos; lo relevante es una empresa estatal monopólica bajo el control del Ejecutivo y nada más del Ejecutivo. Lo “técnico” (que haya electricidad suficiente, de calidad, limpia, que permita la competitividad del país y de las empresas) tiene que someterse a lo político entendido desde la concepción priista de los 60 del siglo pasado: Estado, reducido lo más posible al Ejecutivo, autoritario, con los menores controles posibles.
Esa concepción anacrónica del estatismo económico se complementa muy bien con lo que hay detrás de la disposición para reducir la transferencia de recursos del sector privado a las OSC que generan bienes y servicios públicos. Hay que insistir en el hecho de que producen bienes y servicios públicos, pues en la cabeza presidencial existe una ecuación en la que lo público es exactamente igual a lo gubernamental. Y eso es falso. Muchos bienes y servicios públicos los produce la sociedad (educación, salud, empleo, servicios para grupos vulnerables, protección de los derechos humanos, etc.) y en no pocos casos con mejor calidad y menor precio. Pensar que el Estado puede y debe producir todo lo que requiere la sociedad nos conduciría a situaciones soviéticas. Ni Rusia ni China.
Con el agravante de que en este caso se trata de debilitar lo más posible a la sociedad civil organizada, es decir anular a la ciudadanía que desea hacerse cargo de sí misma; que sabe de la relevancia de contribuir al bien común, es decir, a garantizar el ejercicio real de los derechos de todo tipo, en un esfuerzo no para sustituir al Estado, sino para complementarlo y acotarlo. Sin esa sociedad organizada, sin ciudadanía, la democracia quedará a merced del caudillo, de la partidocracia y del Estado autoritario. Pésimas iniciativas.
Guillermo Valdés Castellanos