Desde hace buen tiempo los análisis sobre el rumbo del gobierno y, por desgracia del país, son muy claros y repetitivos: hay una regresión democrática evidente en nombre de un proyecto de moralización de la vida pública y de justicia social. Mientras que la primera se ha documentado con hechos que dan cuenta de cómo el poder presidencial se acrecienta y concentra a costa de los otros poderes y contrapesos institucionales, la moralización de la vida pública se ha reducido a un discurso para la venganza política en contra de sus adversarios y a un silencio ominoso frente a la corrupción creciente de los cercanos. En lo referente a la justicia social deseada, ésta se ha traducido únicamente en transferencias monetarias multimillonarias pero ineficaces (regalar dinero no ha resuelto nunca la pobreza ni las injusticias) e insuficientes frente al derrumbe de la economía y la multiplicación acelerada de la pobreza. Eso en cuanto a los objetivos.
En cuanto al método, la situación es igual de clara y preocupante. La concepción de gobernar del presidente López Obrador prioriza la confrontación y la división de la sociedad, pues lograr sus objetivos implica derrotar y excluir a sus enemigos (aunque él les dice que son adversarios, por el trato que les da, en realidad son enemigos) los cuales son definidos de manera maniquea: la más mínima disidencia o crítica es suficiente para deslindar los campos. “O están conmigo, o están contra mí”; a sus colaboradores les exigió “lealtad ciega”. La mayor polarización posible. La política entendida como construcción de acuerdos mediante el diálogo, la negociación, el reconocimiento de las diferencias y multiplicidad de intereses legítimos, dentro del marco de la ley, simplemente no existe, ni es posible. Hay una sola verdad y un solo camino: el de AMLO y si la ley le estorba, peor para ella.
Frente a esta doble realidad, los analistas hacemos variaciones sobre los mismos temas: ahora un nuevo escándalo de corrupción en la 4T que documenta la hipocresía presidencial; luego, una violación más al Estado de derecho; más tarde un nuevo despropósito de su política económica o un desplante autoritario más descarado. Y así, semana tras semana, se documentan y se reafirman el deterioro del país y el autoritarismo del presidente.
En este contexto, la infamia cometida por los seis ministros de la SCJN que avalaron la consulta popular solicitada por AMLO para enjuiciar a sus antecesores merece mención destacada. Su contribución a la regresión autoritaria no tiene nombre: entregarle al Ejecutivo la obediencia del tribunal constitucional, eliminar a la ley como límite del poder presidencial y dejar desprotegida a la sociedad entera. Casi nada. ¿Cómo se justificarán ante ellos mismos, porque la justificación cantinflesca que nos dieron a los mexicanos es una ofensa? Ante la impotencia, al menos registrar sus nombres para una historia de la desvergüenza: Arturo Zaldívar; Alfredo Gutiérrez Ortiz-Mena; Juan Luis González Alcántara; Margarita Ríos-Farjat; Yasmín Esquivel Mossa y Alberto Pérez Dayán.
Pero el dilema importante no es analítico; es político. El presidente declaró hace unos días que no les dará tregua a sus enemigos. Lo de la Corte es la señal más evidente de que va por todo y eliminará cualquier obstáculo que se le ponga enfrente. El riesgo es que, eliminado el límite de la ley, la arbitrariedad e incluso la ilegalidad dominen su actuación, lo cual reforzará y justificará el discurso golpista de Frenaaa. Habrá que oponerse con estrategia, inteligencia y legalidad al riesgo de que los duros de ambos lados destrocen el país.