El soneto se llama “Fortaleza” y ha sido para mí un aliciente inmejorable, un talismán vital. Los versos inaugurales siembran la condicional y provocan al lector:
“Si aspiras, como dices, a ser fuerte/no busques la engañosa fortaleza/de quien viril creyendo a la dureza/labra la ruina de su propia suerte”.
La transliteración de dureza es rudeza, esto es, la dura y ruda y estéril virilidad que, con bella paradoja, “labra la ruina” de la propia suerte, es decir, del claro azar.
En la otra orilla: “Escucha al corazón que fiel te advierte/que lo que no es amor sólo es flaqueza/y el único el amor que con firmeza/da vida y vence a la implacable muerte”.
Unamuno se apoya en el apotegma bíblico: el amor vence a la muerte: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” 1 Corintios 15- 55. Y los tercetos tramontan hacia la serenidad de quien tiene el alma plena de piedad:
“Sin odio y de piedad el alma henchida/tomándote por firme fundamento/siga el recto camino de mi vida”.
El soneto fue publicado en su Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX por Juan Valera. El remate alienta una hipálage y se conecta con aquel otro poema de Unamuno atañedero al toisón, a su verso final: “Los pies de Cristo en el sublime escaño”.
Y es éste: “A conquistar el porvenir atento,/reino de libertad que nos convida/a posar en su suelo nuestro asiento”.
La hipálage estriba en que, en rigor, Unamuno quiso decir: “A conquistar atento el porvenir”, pero la rima impuso su ley. Me conforta “Fortaleza” de Unamuno.