Un par de cintas que, navegando entre Hansel y Gretel y El flautista de Hamelín, cuentos firmados por los hermanos Grimm, confluyen dentro del cine de terror alrededor de la pérdida o desaparición de los vástagos, intentando expandir su propuesta hacia reflexiones sobre los vínculos familiares, particularmente entre padres, madres, hijos e hijas, los entornos socialmente violentos, la búsqueda de culpables y la incapacidad para asumir la pérdida y vivir el duelo. Inscritos en esta tendencia reciente del género que pretende imprimir una mayor profundidad a sus guiones sin quedarse en el susto fácil, ambos filmes consiguen, con sus limitaciones, plantear un discurso propio que conecta con situaciones dramáticas o socialmente polémicas.
En Haz que regrese (Australia, 2025), una madre ex terapeuta de una institución de asistencia social (Sally Hopkins, intensa y siniestra) busca recuperar a su hija fallecida a través de una especie de ritual, insuficientemente profundizado, en el que las almas pueden trasladarse por medio de la devoración y vómito de los cuerpos con un demonio involucrado que al parecer es quien contribuye al tránsito animástico a través de la posesión, incluyendo un círculo señalado en el jardín, cual territorio para que todo el proceso suceda; se integran escenas confusas de un video que observa la antagonista en el que se lleva a cabo dicho ceremonial siniestro y en el que participa una persona con una marca debajo del ojo, igual a la del extraño niño que vive con ella: así se se crea una atmósfera asfixiante desde diversas texturas visuales.
Para tal efecto, consigue la adopción de Piper (Sora Wong) una puberta más o menos de la edad de su hija que murió ahogada en la alberca, también con problemas de visión, y el hermano adolescente Andy (Billy Barrat), ambos recientemente huérfanos por la muerte del padre golpeador, sumándose al otro niño (Jonah Wren Phillips, ausente, explosivo y desconcertante) y al gato de la casa, olvidado también por el guion. El plan requiere ganarse la confianza de Piper y manipular al joven para anularlo y evitar que consiga la custodia de su hermana una vez que alcance la mayoría de edad. La encargada de la institución (Sally-Anne Upton), en tanto, podría también convertirse en un problema para los macabros planes de la enloquecida y bien contenida madre en pena.
Como hicieran en Háblame (2022), los realizadores Danny y Michael Phllippou plantean la necesidad de reconectarse con un familiar fallecido sin importar los medios, en este caso secuestrando a un niño y adoptando a una joven para sustituirla por su hija. No obstante, algunas escenas shock que no se justifican y ciertas acciones de los personajes -darle un cuchillo al niño, por ejemplo- le restan fuerza a una premisa digna de poderse desarrollar en términos de la imposibilidad de asumir el duelo y transgredir todo límite moral con tal de obtener lo que se busca, entrando a una espiral de locura que implica entrar a un submundo del que difícilmente se podrá escapar: una apuesta personal de terror que elude el tono genérico de varias películas del género, pero que no termina por redondear su discurso.
Por su parte, en La hora de la desaparición (Weapons, EU, 2025) se narra la repentina ausencia de un grupo de niños y niñas perteneciente a un mismo salón de clase, sólo para descubrir que exactamente a las 2:17 de la madrugada salieron de sus casas, excepto uno (Cary Christopher, atrapado), y se dirigieron a la oscuridad del bosque, respondiendo a una especie de hipnótico llamado. De inmediato, los habitantes de la pequeña ciudad encuentran a su chivo expiatorio en la figura de la maestra (Julie Garner, arrojada), quien termina haciendo una alianza con uno de los padres furibundos y desolados (Josh Brolin, decidido) para investigar qué sucedió ante este doloroso y siniestro hecho.
El relato se estructura a partir de sendos episodios vistos desde la perspectiva de los involucrados, incluyendo a un joven drogadicto (Austin Abrams), al director de la escuela (Benedict Wong, desaforado) y a un policía (Alden Ehrenreich), que se van imbricando con la suficiente dosis de misterio y tensión, con todo y la presencia de la pelirroja tía Gladys (Amy Madigan, espeluznante y desatada en la tesitura de Eso), gracias a una fluida y absorbente edición que se nutre de una fotografía elusiva, aprovechando sombras, reflejos y haces de luz que atraviesan los ambientes oscurecidos por la brujería y el hechizo hacia una comunidad dominada por la incertidumbre.
Como sucedía en Barbarian (2022), el planteamiento base del relato consigue ser angustiante y poderoso, si bien el desenlace parece descuidado e incapaz de asentar la bien intencionada metáfora de cómo funciona una sociedad armada hasta los dientes, así como la de la capacidad destructiva de las adicciones, expresada en uno de los personajes de manera directa y en la antagonista, según propias declaraciones del director, Zach Cregger, también responsable del vaporoso soundtrack junto con Ryan y Hays Holladay: ciertas coincidencias demasiado forzadas o acciones sin mucho sentido. ¿Por qué en lugar de matar a la maestra, uno de los personajes sólo le corta un mechón de pelo, si después la intención era, justamente, asesinarla? ¿A dónde lleva la discusión de la novia del policía con la protagonista? ¿Cuál fue el sentido de capturar a las y los niños? ¿Por qué reaccionan así en el desenlace: intento de humor negro?
Un par de películas de horror con logradas premisas y planteamiento de ambiciones que se quedaron cortos al momento de intentar alcanzarlas, si bien consiguen nutrir al género del terror.