En mis memorias se conserva un recuerdo muy importante de cuando era niña: mi hermano y yo nos probábamos ropa, a él no le quedó una camisa y dijo: “este mundo es de los hombres y de los flacos”. Aunque él no pertenecía a esa categoría, pues la prenda no le quedó porque es alto, no por gordo, esas palabras resonaron fuerte en mi cabeza y se quedarían grabadas hasta hoy.
En ese momento no lo entendía, pero después comprendería perfectamente el significado, y le añadiría el “para ricos” también, porque crecer en un planeta dominado por el machismo y la misógina implica recorrer un largo camino, lleno de análisis y contextos que no son nuestros y enseñanzas que debemos desaprender para lograr sobrevivir.
Y si esas palabras impactaron tanto en una niña de aproximadamente 10 años, no entiendo cómo es que la sociedad mexicana puede ser tan indiferente ante el asesinato de ocho mujeres al día, con una historia igual de dolorosa que las otras, mientras se indigna cuando su serie favorita añade la famosa “inclusión forzada”.
Esta normalización de la violencia asombra a propios y extraños, pues estamos tan acostumbrados a ella que las mujeres nos creamos todo un catálogo de lo que deberíamos hacer para que ningún hombre nos dañe: no usar falda, no salir de noche, no pasear sola, mandar ubicación mediante alguna aplicación para que alguien de confianza sepa dónde estamos, no tomar de más o de plano no hacerlo, no aceptar bebidas de extraños y un largo etcétera.
Sin embargo, nunca vemos que los hombres tengan las mismas responsabilidades, pues aunque sí son víctimas de otro tipo de violencias, las estadísticas indican que quienes somos más vulnerables somos las mujeres, ya que más de una vez hemos sufrido alguna situación de acoso o abuso.
De acuerdo con las estadísticas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en 2021 a nivel nacional, del total de mujeres de 15 años y más, 70.1 por ciento ha experimentado al menos un incidente de violencia, que puede ser psicológica, económica, patrimonial, física, sexual o discriminación en al menos un ámbito y ejercida por cualquier persona agresora a lo largo de su vida.
El colmo es que ningún lugar de nuestro entorno es seguro: la calle, los centros de trabajo, las escuelas y los propios hogares son sitios donde impera el machismo y la misoginia, en mayor o menor medida, y entonces nos toca soportar a profesores, vecinos, parejas, compañeros de trabajo, desconocidos y en el peor de los casos, familiares. Ante toda esta ola de violencia, sí existe algo que nos salva: el feminismo. Recuerdo que a las primeras marchas en Pachuca asistíamos no más de 30 mujeres, aún con lo autoritario que era el gobierno de Francisco Olvera, nunca hubo iconoclasia, pero poco a poco se fue tejiendo toda una red de apoyo, no perfecta, pero sí indispensable para el desarrollo colectivo e individual.
Y cada que protestamos, el malestar y la indignación son la punta de lanza para gritar y unir energías, de esa rabia que brota ante tantos casos de feminicidios, de abuso, de violaciones… sacamos todos los sentimientos que no podemos expresar y lloramos cada que enuncian los nombres de las compañeras que ya no están con nosotras.
Para quienes sea su primera marcha, bienvenidas, para quienes llevamos años en el feminismo que siga el aprendizaje y que continuemos con fuerza porque aún falta mucho camino por abrir y a quien le moleste, que se haga un lado porque esta lucha ya nadie la detiene, ¡hasta vencer!
Jefa de redacción en Milenio Hidalgo