La comunidad de la que alguna vez formó parte tiene una vida normal, al menos durante el día. Él no puede decir lo mismo porque hace semanas no recuerda qué hizo a quién después de cada despertar, siempre en sitios diferentes, pero en el mismo lugar.
Ha querido ir a casa pero le ha resultado imposible encerrarse en cuatro paredes para solo esperar la llegada de la noche y salir. No recuerda el camino, no recuerda su nombre y tampoco lo sucedido. Solo sabe que todo el día tiene hambre y esta se acrecienta conforme cae la tarde. Lo más extraño es el lugar, los sitios. A veces desde las copas de los árboles y otras en algún cuartucho abandonado de azotea, sin importar el estado en que se encuentren, son su hogar y lo será de otros como él si alguno logra sobrevivir.
No sabe por qué piensa lo que piensa y se siente diferente, anormal.
Mientras espera que los rayos solares aminoren bajo el enorme espectacular en el edificio cercano al centro de la ciudad, lejos de miradas interrogantes y preguntas sin respuestas inmediatas, recuerda su último sueño.
Es la noche desde la cima de uno de los árboles del parque, a lo lejos escucha los rayos y observa los sonidos de un trueno acercándose. Su percepción del mundo ha cambiado desde esa ocasión, cuando intentaba alcanzar la superficie para poder respirar y algo le jalaba desde el fondo para hundirse más y más en el contaminado afluente. Luego el dolor, luego la enorme bestia desde el fondo de una tubería arrojándose hacia él y su cuerpo para convertirle en alimento. Sigue soñando.
Allá abajo, al otro lado de la calle, una atractiva mujer espera el cambio en la luz del semáforo para poder atravesarla. Desde su privilegiado sitio en las alturas puede disfrutar el olor del carmín fresa en sus labios. Ella de falda entreabierta hasta un poco después de las rodillas y tacones en punta que pronuncian su nombre cada vez que chocan contra el pavimento en la avenida o el cemento en la acera. Avanza porque la luz verde ha llegado y dado también oportunidad a la tormenta que le amenaza con las primeras gotas sobre su vestimenta.
La humedad entra por las aperturas dilatadas de las fosas nasales y el olor a tierra desde el norte de la oscuridad, abraza todo lo que es en ese momento allá arriba, cerca del cielo y muy, muy lejos de cualquier dios.
Tiene hambre. Un apremiante deseo le obliga a buscar alimento sin detenerse a pensar en absolutamente nada porque el raciocinio es un lujo que no se puede dar con el aparato digestivo en plena ebullición. Entonces el viento frío y el incremento en la cantidad de lluvia son señales ineludibles para actuar.
Observa sus primeros pasos y estuvo a punto de saltar ante la visión de un hombre corriendo a toda prisa tras ella. Se detuvo porque el sujeto solo buscaba, al igual que un montón de criaturas más en esta tierra, protegerse de las inclemencias del tiempo. Luego fue ella quien paró. Justo a un lado de la banca y la luminaria rota, a unos pasos del quiosco y un poco antes de la confluencia entre los pasillos principales.
La lluvia empezó fuerte. Al otro lado, en la acera de enfrente, una pareja empezaba a tocarse por encima de la ropa mientras sus labios se estrechaban en un beso infinito de deseo y pasión.
Él supo desde el primer momento que la tormenta sería duradera y la cantidad de agua arrasaría con toda la aridez en ese pedazo de tierra durante 50 o 60 minutos; ella no tenía idea de lo que estaba por venir porque estaba demasiado ocupada quitándose los zapatos como para darse unos segundos y ver hacia arriba, al cielo, a las nubes y los relámpagos cuya furtiva aparición iluminaba apenas por uno o dos segundos la fachada de casas y edificios, a las personas correr para guarecerse, a las cosas de esta naturaleza tan viva saltando desde lo alto hacia otras ramas y oportunidades.
Queda solo una breve cinta de cuero negro ceñida al tobillo derecho. Hace el jugueteo en la muñeca para facilitar el movimiento mientras trata de proteger los documentos del departamento que acaba de mostrar y se queda sin habla cuando, gracias al reciente resplandor desde las alturas, observa en el piso una enorme sombra caer sobre ella.
La impresión supera al miedo y el deseo de auxilio queda ahogado en su garganta presionada por enormes manazas que la toman también por la cadera y los senos. Siente el jalón hacia arriba y empieza a volar sin desearlo porque nada puede hacer, ni siquiera respirar.
La desesperación, el deseo de vida… el chirrido de la puerta que abre desde la azotea del edificio sede de las oficinas inmobiliarias y el terror en sus ojos porque algo entra por su boca ahora abierta y aspira su alma con urgencia mientras una especie de mucosidad es colocada alrededor de su cuerpo en agonía. Lo último que distingue son capullos arrinconados en la parte alta y más alejada del techo, fuera del alcance y visión de extraños y, antes de perder el conocimiento, confirma que de uno de ellos sobresalen las cuerdas de una guitarra pequeña.
Se equivocó, era un violín…