Por: Renato González Mello
Ilustración: Estelí Meza, cortesía de Nexos
Éste no es un problema especialmente novedoso. Desde Aristóteles sabemos que la retórica es una máquina para construir argumentos públicos que tiene, sin embargo, la perturbadora capacidad de demostrar proposiciones contradictorias, siempre y cuando se ajusten a sus protocolos. La preceptiva clásica buscaba que los discursos se ajustaran a convenciones que garantizaban su validez, pero sólo por excepción incurrían en las apologías descaradas de la mentira por encargo. La retórica era una técnica. Distinta de la ética y de la lógica, no le correspondía establecer la bondad o veracidad de los discursos, sino su posibilidad; pero de ahí no podía concluirse —como tampoco se podría ahora— que el bien y la verdad fueran objetivos indiferentes. Le correspondía a cada orador encontrar el justo medio para que su argumentación, necesariamente ajustada a las arbitrarias reglas del discurso público, fuera verdadera. La Ilustración denunció esa pedagogía tradicional y propició transformaciones en distintos saberes que llevaron a la valoración de los datos empíricos por encima de los preceptos. Pero como lo propuso Michel Foucault en Las palabras y las cosas, esta ruptura de la continuidad entre la lengua y el mundo llevó a la autonomía de formas de conocimiento bastante especializadas, como la economía y la lingüística. En esto hay una paradoja, porque esos pequeños sistemas de argumentación se volvieron, al final del camino, todavía más impermeables a los hechos empíricamente demostrables que la vieja preceptiva aristotélica: comenzó la era de las “ideologías”.