Por Jesús Silva-Herzog Márquez
Ilustración: Jonathan Rosas
El liberalismo político, subversivo siempre, se subordinó a una doctrina fatua con humos de ciencia. La verdad demostrada en pizarrón no podía someterse al chantaje de los ignorantes. Se defendió así, implícitamente, una epistocracia, un gobierno de los que sí saben. Adquirió legitimidad un paternalismo que negaba la democracia por vía doble. Por una parte, reconocía la democracia solamente si el voto no confería poder. Las decisiones deberían reservarse a los conocedores. Por la otra, dejaba sin sentido la deliberación pública: poco hay que discutir si pocos son los que realmente saben. El resto, a aprender las lecciones de su docta conducción y esperar, con paciencia, los regalos que la triste e infalible ciencia nos tiene prometidos.
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