La tecnología está en todas partes y siempre es un bien genuino. En última instancia, las nuevas herramientas crean mejores empleos y una prosperidad más generalizada. Así reza la creencia económica popular, pero, ¿y si no fuera cierto? ¿Y si se hubiera utilizado para poner más dinero en manos de las élites a lo largo de la historia, en lugar de fuertes restricciones políticas e institucionales?
Este es el punto de partida de Power and Progress, un libro de próxima aparición de los economistas del MIT Daron Acemoglu y Simon Johnson que se publicará el mes que viene. Explora varios momentos del último milenio en los que la tecnología condujo a lo contrario de la prosperidad compartida: mejoras agrícolas que casi no crearon beneficios para los campesinos, avances en el diseño de barcos que permitieron el crecimiento del comercio de esclavos y fábricas industriales que sacaron de la casa el trabajo artesanal flexible y lo colocaron bajo el control de gerentes que aumentaron las horas de trabajo y redujeron las remuneraciones. También aborda avances más recientes, como la automatización que se utiliza para controlar de forma excesiva el trabajo, y la próxima revolución de la inteligencia artificial que puede causar una disrupción para todos.
Estos economistas no son tecnófobos. Casi ser imposible serlo en el MIT, un centro de la innovación estadunidense, pero los dos académicos asumen un enfoque diferente al que ofrece la tecnología a la productividad y de cómo se distribuye en comparación con la mayoría de sus colegas. La teoría económica neoclásica sostiene que el progreso tecnológico siempre aumenta los salarios medios. E incluso si aumenta la desigualdad, en última instancia eleva los salarios en la parte inferior de la distribución del ingreso. Acemoglu y Johnson se refieren a esta idea como el “tren de la productividad”.
Pero ambos demuestran que la automatización —tal vez el avance tecnológico más importante desde la era industrial— no consiste en aumentar la productividad de la fuerza laboral, sino en sustituirla. La automatización no reduce necesariamente los salarios si existen incentivos o requisitos (por parte de los sindicatos o el gobierno) que obliguen a volver a capacitar a los trabajadores desplazados y a crear nuevos puestos de trabajo para ellos. Pero no siempre es así. Si no se crean nuevos empleos y tareas, la automatización puede terminar por reducir plazas y salarios, aunque aumente la productividad y los retornos del capital.
Esta es, por supuesto, en gran medida la situación en la que nos encontramos desde hace varias décadas, a medida que aumentan las presiones económicas sobre los directivos para que acaparen capital y traten a los trabajadores como un costo en lugar de como un activo en el balance.
Las cosas no siempre funcionaron de esta manera. Pensemos en el auge de la energía eléctrica en el siglo XIX y el efecto que tuvo sobre la fuerza laboral. Aumentaron los empleos para ingenieros y puestos gerenciales administrativos, que utilizaron la innovación para modificar la forma de las fábricas y crear empleos nuevos y más eficientes para los trabajadores. Este proceso continuó durante décadas, ayudado por la legislación del New Deal, que fomentaba la negociación colectiva y reducía la concentración corporativa (y, por tanto, el poder político), así como por unos sindicatos fuertes que hicieron de la acción de volver a capacitar a los trabajadores parte del pacto social. En la década de 1960, la proporción de ingresos del 1 por ciento más rico de la población había caído a 13 por ciento, frente al 22 por ciento de la década de 1920. Los salarios promedio crecieron tan rápido o más que la productividad.
A partir de la década de 1970, ese vínculo comenzó a romperse, en gran parte debido al declive de los sindicatos, los cambios en la política antimonopolio, los cambios contables que incentivaban la deuda frente al gasto de capital productivo en cosas como la capacitación, y una combinación general de disrupción tecnológica y subcontratación. Todo esto significaba que, aunque los trabajadores estadunidenses eran cada vez más productivos, no participaban de los frutos de ese crecimiento de la productividad.
El resultado fue la implantación de lo que los autores denominan “automatización mediocre”, como el software para dar seguimiento a los trabajadores o los robots de los centros de llamadas, que en realidad no son mucho más productivos que los humanos, si es que lo son (pensemos en lo que tarda un programa en resolver un problema de relaciones con los clientes frente a un humano). Estas “innovaciones” solo reducen los costos para las empresas.
Nos encontramos en un punto de inflexión en la historia de la tecnología. Incluso los titanes de Silicon Valley, como Elon Musk y Steve Wozniak, cofundador de Apple, piden que se frene el despliegue de la inteligencia artificial para poder estudiar mejor sus implicaciones. Google y Microsoft nos dicen que no hay de qué preocuparse. Todo esto refleja el poder de persuasión de las figuras influyentes, algo que los autores exploran en detalle.
A lo largo de la historia, los grandes emprendedores de la innovación tecnológica, desde Ferdinand de Lesseps (el responsable de la debacle de la construcción del canal de Panamá) hasta los titanes del llamado capitalismo de la vigilancia, que impulsaron reglas que les permitían minar y lucrar con nuestros datos personales, han utilizado el poder y la influencia para establecer la narrativa en torno a la tecnología, que luego cobra vida propia.
No podemos permitir que eso ocurra ahora. La tecnología solo crea la prosperidad compartida cuando se establecen las barreras democráticas adecuadas para garantizar que así sea. La inteligencia artificial representa una amenaza tanto para la democracia como para el empleo en todos los niveles de ingresos. El resultado puede ser bastante distópico. Tanto los sindicatos como los gobiernos deben actuar para garantizar que este último viaje en el tren de la productividad no termine mal.