La lectura y la apreciación literaria están sujetas a un carrusel de emociones y contaminaciones: es perfectamente humano, por ejemplo, formarse una impresión sobre una obra a partir de la percepción personal que se tiene del autor. La sedimentación de los prestigios se ha realizado con el cascajo de las filias y fobias individuales y no pocas inclusiones o exclusiones responden a lamentables inercias críticas (riesgoso y cansado regatear las reputaciones consolidadas, así sean cuestionables) y a francos prejuicios. Ciertamente, los intentos de hacer más objetiva la apreciación literaria a partir de una valoración de invariantes textuales, como los del estructuralismo, buscaban limitar esa emocionalidad a flor de piel; sin embargo, los extremos son insostenibles y, ante ciertas exageraciones del método que derivan en pobres y aburridos resultados, habría que volver a reivindicar la crítica que despectivamente solía llamarse impresionista, es decir esa lectura a veces desbocada de entusiasmo, a veces exaltada o biliosa, pero viva e inteligente. Aunque las emociones, efusiones o repulsiones siempre están presentes, éstas, sobre todo si son conscientes y asumidas, no anulan el juicio crítico, ni la posibilidad de beneficiarse de herramientas técnicas, teóricas y filosóficas. Y es que tanto el elogio como el vituperio perdurables no pueden ser construidos en abstracto y deben responder, en mayor o menor medida, a la circunstancia objetiva. De este modo, la crítica pasional se distingue de la crítica superficial o interesada, debido a la forma de hacer verosímiles y verificables sus muy subjetivos puntos de vista. Sin duda, la parcialidad inteligente y honesta, mucho más que la quimera de la objetividad, son las que han construido las obras críticas más memorables desde Edmund Wilson hasta George Steiner, desde Paul Valery hasta Marcel Reich–Ranicki, desde Octavio Paz hasta Guillermo Sucre o Alberto Manguel.
Crítica y rencor es un libro en el que una decena de autores mexicanos —Geney Beltrán, Luis Bugarini, Eduardo Huchin, Gabriela Damián, Mónica Nepote, Ricardo Sevilla, Alejandro Badillo, Guillermo Estrada, Jezreel Salazar y Miguel Ángel Hernández— ofrecen distintos enfoques de la actividad crítica. Hay, sin embargo, dos denominadores comunes: todos nacieron a lo largo de la década de 1970 y la mayoría de ellos desempeña la crítica como un oficio literario, desprovisto de fueros facultativos (aunque varios tengan una presencia destacada en la academia). La lectura es sorprendente por la complejidad y variedad de perspectivas (del análisis y la confesión a la sátira o la denuncia), por el realismo con que se analizan las constricciones y potencialidades de la actividad y por el sano tono lúdico y autobiográfico con que se asume el oficio crítico. Estos testimonios permiten constatar que, en efecto, la crítica se realiza tanto con seso como con vísceras, con rencor, pero también con regocijo y fruición.