Cultura

Una conversación con Ricardo Garibay: “Qué joda es tener que morirse”

"Pero el hombre, mientras más años vive, menos quiere morir, quizá porque piensa: 'Ahora que comienzo a saber, esto tiene que acabarse… ¡Carajo, no es justo!'", dijo el escritor durante una entrevista realizada en 1998.

Con motivo de la publicación de su novela Lía y Lourdes (Océano), en 1998 visité a Ricardo Garibay en su casa en Cuernavaca. Estaba en su estudio; gritaba, reclamaba, negociaba telefónicamente el pago de una próxima conferencia en la ciudad de Torreón. Al verme en la puerta, hizo un ademán para que pasara, interrumpió un momento su alegato para ordenarme: “¡Siéntese!”

Al terminar, me preguntó el motivo de mi visita, le recordé que habíamos acordado la entrevista para hablar, entre otras cosas, de Lía y Lourdes, la historia de un triángulo amoroso. “¡Qué, qué, qué quiere que le diga!”, me dijo casi a gritos.

Pensé que me iría pronto, pero permanecí con él casi dos horas. El siguiente es un extracto de aquella conversación.

Esta novela vuelve a ser escenario para el deambular de muchos de sus amigos, de usted mismo.

La literatura no es ficción de mundo como creen los profesores, sino el revés de la trama de la vida. Entonces es igual echar mano de un personaje vivo, real —subrayemos la palabra real— que de un personaje ficticio, es lo mismo.

En ese revés de la trama, libros como Taíb lo muestran a usted como un hombre sumamente belicoso. ¿Continúa siendo peleonero?

No, me gusta pelear cuando veo una injusticia evidente, pero ya no lo hago por placer. Son muchas las horas que paso todos los días metido en los libros, en el empeño de escribir, de domar mi lengua, ya no quiero ni tengo tiempo para pelear, se pierden muchas horas.

Por su temperamento ha acumulado numerosos rencores (al escuchar el comentario, Garibay entrecerró los ojos y apretó las mandíbulas), pero también muchos afectos.

Creo que tengo por igual amigos y adversarios. Por imprudencia, por falta de humildad, por una arrogancia siempre injustificada, me he ganado a mis adversarios. Ahora bien, los amigos están ahí, los amo, los contemplo, y se me hace inexplicable la amistad que me brindan, la agradezco profundamente.

¿Por qué resulta inexplicable la amistad que sienten por usted?

Mire, lo único que me avergüenza es lo poco que sé. Me he pasado la vida aquí, en el escritorio, leyendo y escribiendo y sé poquísimo, mi naturaleza no salió hecha para saber, para aprender. Por eso no sé a qué se deba la amistad, que es algo tan delicado, tan difícil de conseguir y tan fácil de destruir.
Basta un ademán o un monosílabo para que se destruya una amistad de años, una amistad que ha tardado lustros en darse, puede ser destruida por un gesto, el más leve.

Dice que lo avergüenza lo poco que sabe, ¿qué le falta o qué le gustaría saber?

¡Tantísimo, tantísimo, tantísimo! Me falta saber de todo. Si me pongo a leer a Alfonso Reyes, lo cual hago con frecuencia, advierto las dimensiones de mi ignorancia. No es servilismo, Alfonso Reyes sabía mucho más que yo y por eso lo envidio, me duele no estar a su altura. También entiendo que no me da tiempo para estarlo, ya no; queda poco tiempo por delante. No tiene usted idea —ni puede tenerla— de la joda que es tener que morirse.

Paradójicamente, la gente muere cuando más sabe.

Los orientales se duelen mucho de la muerte del viejo, porque es algo que trunca una sabiduría en proceso. Occidente, en cambio, se duele de la muerte del joven, porque desaparece ese junco de esbeltez, esa belleza, esa promesa que es el joven.
Pero el hombre, mientras más años vive, menos quiere morir, quizá porque piensa: “Ahora que comienzo a saber, esto tiene que acabarse… ¡Carajo, no es justo!”.

hc

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José Luis Martínez S.
  • José Luis Martínez S.
  • Periodista y editor. Su libro más reciente es Herejías. Lecturas para tiempos difíciles (Madre Editorial, 2022). Publica su columna “El Santo Oficio” en Milenio todos los sábados.
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