Cultura

Música | Por Alberto Blanco

Meditaciones

Alberto Blanco evoca la belleza que nace tanto del sonido como de su ausencia.

Mi madre me hizo el mayor regalo

de todos después de la vida:

con la música me donó

las llaves del silencio.


Para hacerme ese regalo fue necesario

que apareciera el piano en nuestras vidas.

(que en realidad era una pianola de 1900

convertida en piano, y que conservo hasta la fecha).


Mi madre lo tocaba todas las tardes

y yo me abismaba en su oscura caja de resonancia,

respirando el polvo acumulado por años

entre las cuerdas y los martinetes.


Podía pasar horas escuchando con deleite

las notas de las escalas en el prodigio

de aquel complicado mecanismo

que era capaz de producir

no solo semejantes sonidos,

sino aquel dulcísimo escalofrío

que me subía por la columna vertebral

y que los seres humanos,

a falta de mejor nombre, llamamos "Arte".


Pero más que cualquier acorde

o que el más elaborado arpegio,

más que la intensidad de un crescendo

o el transporte de la más bella melodía

de Bach, de Beethoven o Brahms…


Lo que más me conmovía era la estela

de ese último acorde: el eco de esa última nota

que se extendía más allá del piano…

la casa… mi madre… la música.


Una verdad… un estremecimiento interior

que ascendía en la noche de mis sentidos

como el incienso en una catedral

de teclas blancas y negras,

hasta desembocar en la plenitud

jubilosa del silencio.

AQ

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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