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La locura del capitán Ahab

Vibraciones


Han pasado tres meses a bordo del Pequod. Ni tierra ni caza hasta haber encontrado a Moby Dick: la locura del capitán Ahab dirige el destino del barco. Y la locura es una melodía turbia y destemplada a cargo de los alientos —líneas asfixiantes de tan sinuosas y cerradas— que ha filtrado sinrazón e ira en los corazones de marinos desesperados (durante 90 días no han matado ballenas, visto mujeres o caminado en tierra).

En la cubierta, un blanco y un negro se enfrascan en una pelea de navajas. La orquesta convierte la locura en brutalidad: arritmia, estridencia y lúgubre saturación cromática. Los arponeros contienen la pelea; aunque ninguna puñalada es grave, intolerancia, desconfianza y miedo han aflorado en las almas.

Starbuck, jefe de los arponeros, siente la presencia de la muerte: la ve en el embate de las olas, detrás de cada palabra, y late al fondo de sus pensamientos. Enfrenta al capitán Ahab: le narra la pelea racial, lo alerta sobre un inminente motín y le ruega que los deje cazar, pues la ausencia de trabajo tiene a sus hombres irritables. En la música, este enfrentamiento avanza en un dueto tenso, de líneas vocales fragmentadas y acontecimientos sonoros, secos y hostiles, llenos de interrupciones y silencios. El capitán Ahab cede —permite cazar ballenas tras meses de inactividad— y sobreviene una inesperada explosión lírica, de pasión exaltada y melodismo romántico.

Los pequeños navíos son descargados y los arponeros reman —contra el mar encrespado, al borde de la noche— hacia el grupo de ballenas negras. Matan a tres, pero una ola terrible tira un navío y Pip, el joven grumete —papel travestido que canta una soprano—, se pierde en el mar. Dentro del barco, ajenos a la tragedia, los hombres despedazan los cadáveres de las ballenas.

El arponero Flask (tenor) alerta a Ahab sobre la vida: “¡Pip ha caído!”, y Starbuck lo alerta sobre el dinero: “¡los barriles tienen agujeros y el aceite de las ballenas gotea; es necesario llegar a un puerto para repararlos!”. Desaparece la melodía y la partitura se articula repentinamente en torno al ritmo: lento y agresivo, parecido al pausado martillar de los herreros cerca de la fragua. “¡No! y ¡no!”, grita el capitán Ahab y ordena ponerse en marcha, seguir en el mar y no parar hasta dar con la monstruosa ballena blanca que hace mucho tiempo le arrancó la pierna izquierda.

Mientras prepara las velas, la tripulación —en un coro de carácter épico acompañado por una animación proyectada en la pared trasera del escenario que muestra a Pip diminuto y aterrado pataleando frente al azul infinito del mar— imagina al muchacho fatigado entre tiburones, gastando su último aliento en inútiles gritos de auxilio.

De pronto, una alegría: la orquesta retoma el arpa y el arponero Queequeg regresa con Pip en los brazos. Pip alucina, tiembla y sangra. Ahab calla y baja a su camarote. El arpa se consume en las notas más oscuras del clarinete. El barco se pone en marcha. Suenan las trompetas. Starbuck imagina a su esposa e hija a lo alto de una colina en el puerto Nantucket atisbando el mar con la ilusión de verlo regresar y llora de frustración nostálgica. Baja al camarote del capitán dispuesto a confrontarlo.

Lo encuentra dormido al lado de un arpón. Toma el arma. Suenan acentos marciales desde las flautas. Si lo mata, queda a cargo del barco y podrá dirigirlo hacia tierra y volver a su casa, a su familia, a la vida. Le apunta a la cabeza. Silencio en todos los instrumentos. Starbuck cierra los ojos. Es incapaz de asesinar. Regresa el arma a su lugar y sube a cubierta. El capitán Ahab se estremece en sueños. Cae el telón.

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Hugo Roca Joglar
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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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