Cuando uno va a reportear a cualquier lugar, siempre se quedan en las libretitas reporteriles apuntes que no fue posible usar. Aquí pues, una breve miscelánea con parte de lo que se me quedó en el tintero…
De "La verdadera guía para no ser humillado y ofendido en la FIL…", que tanta polémica provocó (insultos, epítetos, mentadas de madre, de todo un poco), van propuestas de una arquitecta que tenía un stand y que opina que estos puntos, que subió a Twitter, también debieron ser incluidos:
Hay que sentarse en sillas de un stand para hojear libros y descansar, no para dejar folletos que no debieron tomar de algún lado y que no serán útiles a nadie (no dejar basura, digo yo, porque cómo tiran basura algunos interfectos: basta platicar con las agotadas afanadoras).
No cuestiones a ningún extranjero cómo se pronuncia tu nombre en su idioma: Brian seguirá siendo Brayan aquí y en Londres.
No intentes entrar a zonas restringidas. Al de seguridad no le interesa si los Padilla fueron o no a tu bautizo.
No molestes a un extranjero para tomarte una selfie: él no viene para adornar tu Facebook, sino para hacer negocios.
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De "Cómo publicar y no morir en el intento", o la Guía (sin incisos) Anti Editores de Cebollas…, esas historias de dolor que han padecido escritores a manos de tremendos editores, la colega Ana Estrada tuvo la gentileza de ayudarme a indagar, durante una fiesta, las técnicas de un editor para rechazar textos…
El rechazo ojete. Los editores no pasan de la primera página del texto que algún joven (o no tan joven) les llevó. "No gracias". Así nomás. Visceral. Escueto. Duro.
El rechazo intermedio, que “todo mundo aplica”. Son explicaciones interminables: "Me gustó esto y esto, pero...”.
El rechazo general: "No es lo que estamos buscando, pero apreciamos que pensaras en nosotros. Gracias. Mira, sigue intentando, seguro le atinarás..."
Una especie de fábrica de decepciones. “Piden explicaciones y nos odian”, dice el editor de Ana. Y entonces tienen que ser fríos: “Si no, las cosas pueden salirse de control. Y no es no”.
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El muy esnob fenómeno Jeter Derek.
Quizá a usted le haya pasado que (por ejemplo) gente de mucho dinero (aunque no es un rasgo exclusivo de quienes son millonarios, por supuesto, ya que hay gente muy culta con chequeras voluminosísimas), a la cual usted por alguna razón tiene que frecuentar, perora con gran petulancia sobre sus conocimientos acerca de artistas plásticos de moda que uno no tiene ni la menor idea por qué la gente venera, o bien que parlotea sin saber mucho (o nada) de pintores y escritores de otras épocas. Y cuando usted ya está harto de la barnizada cultural que exhiben con altanería quienes enferman de la insolencia del dinero, le dan ganas incontenibles de ridiculizarlos.
Bueno, pues para ello desde hace semanas planeé abordar a algunos especímenes de ese mundo esnob que detectara en la FIL (sin citar sus nombres en mi texto, claro), a quienes hablaría de la magnífica y portentosa obra novelística de los ingleses (sus nombres pronunciados con impecable acento inglés a toda velocidad) Leny Cole, Onetwo Butler, Stella Newton, o bien de la poesía de Tammy Miller, James Craig y, por supuesto, de la notable influencia que tuvo en ellos el escritor estadunidense del siglo XIX Jeter Derek. No faltaría quien asentiría y hablaría muy breves maravillas de ellos, o cómo le cambió la vida en un momento dado. El problema es que los primeros son personajes de la película RocknRolla de Guy Ritchie (o mezcla de nombres de personajes y actores) y los segundos también, pero del filme Layer Cake de Matthew Vaughn. Derek Jeter fue un gran jugador de los Yanquis de Nueva York.
Ya no lo publiqué. Y no lo publiqué porque karma is a bitch, igual de cruel que impertinente fui yo. Cuanto estaba recolectando historias para redactar "Cómo publicar y no morir en el intento…", Benito Taibo tuvo la cortesía de contarme una historia que yo desconocía: la de John Kennedy Toole (a quien yo no había leído, ya lo empecé), quien fue despiadadamente rechazado por numerosos editores que no apreciaron La conjura de los necios (Anagrama). Destazada su alma, se suicidó en 1969. Su madre Thelma no cejó en tocar puertas hasta que 11 años después, en 1980, la novela de su hijo fue publicada. Un año después le otorgaron el Pulitzer. Arrancaba su narración Taibo:
–John Kennedy Toole era un joven que…
–¿Pariente del clan Kennedy? –lo interrumpí y vomité abruptamente mi desinformación acerca del estadunidense. Benito me miró dos segundos y mi rostro se puso no sé de qué colores pero yo sentía mi suicido social con él coloradísimo. Taibo tuvo la amabilidad de no mandarme al carajo y generosamente me narró la historia.
Así que dos cosas para concluir:
Hay que leer. Leer mucho.
Hay que ser buenos, fundamentalmente buenos, aunque seamos sarcásticos.
No hay que ser crueles porque… karma is a fucking bitch.
Gracias a Carlos Puig, Galia García Palafox y Julio Patán por invitarme por segunda vez a Filias, a la FIL, a Guadalajara: mi mente, mi cuerpo y mi alma, que el 90% del año reportean asuntos de la guerra de las drogas y los dolores que eso causa en México, les agradecen este remanso. Abrazo…