El pasado 18 de junio falleció el coreógrafo y bailarín japonés Ko Murobushi, reconocido heredero de la danza butoh desarrollada por el maestro Hijikata.
La muerte de Murobushi supone una paradójica reflexión sobre la trascendencia del ser y la filosofía de la muerte, pues sostenía que la danza butoh es “magia y muerte, un instrumento para desaparecer y luego resurgir”.
Quienes hayan tenido la oportunidad de verlo danzar reconocerán sin duda que en cada una de sus interpretaciones trascendía diversos planos de conciencia emotiva y corporal. La danza de Murobushi consistía en un habitar pleno del cuerpo y un recorrido por la conciencia.
Recuerdo a Valentina Castro (a quien ya hemos dedicado una columna anterior) hablando de la danza butoh, del reto interpretativo y corporal que significaba. Explicaba la madurez emocional y física que requería ese proceso creativo que implicaba un viaje simultáneo a la sensibilidad y a los límites corporales del bailarín. Para nosotros, jóvenes estudiantes de danza que suelen reducirla al virtuosismo acrobático o a los retos coreográficos rebuscados, nos resultaba poco atractiva una danza casi ritual que no centraba su atención en elevar las piernas o moverse a gran velocidad y precisión. Recuerdo que valoramos poco lo que Valentina explicaba del butoh y de Murobushi, hasta que llegó acompañada del maestro a ofrecernos, “por el puro gusto de compartirnos”, una pieza coreográfica en uno de los salones de clase. Lo que vimos no pudo sino maravillarnos. La lentitud y precisión de sus movimientos se sostenían de un evidente control físico que trascendía una técnica específica y obedecía a impulsos de los intérpretes. Mirábamos a ambos bailarines paseando por sus emociones; parecían inmóviles. Pero lo que sucedía era una colaboración del cuerpo con la profundidad para salir e irradiar su entorno, para expresarse, para comunicarse. Los rostros concentrados y en armonía con su energía corporal se modificaban casi de modo imperceptible, pero siempre con claridad. Aprendimos mucho de la interpretación más allá de las muecas prefabricadas y estereotipadas, pero tan recurrentes entre los artistas escénicos con tradición en Occidente. En fin, en una pequeña pieza aprendimos de danza meditada, de honestidad interpretativa y del enorme reto energético que implica la danza butoh. Gracias a Ko Murobushi y a Valentina Castro por aquella lección.
Comprendimos de qué hablaba Murobushi cuando decía: “el cuerpo debe atacar la eternidad, puede concentrar la eternidad en un solo momento. Entonces el cuerpo se vuelve eterno y atestiguar eso es fuerte. Dicho efecto no depende de la técnica. No es necesaria la belleza. Es una cosa más profunda, ininteligible”.
Poco se conoce en México del butoh y se explica en gran medida por la distancia cultural que la sociedad moderna tiene con un estilo artístico más cercano a la ritualidad de comunidades premodernas con mayor equilibrio entre emoción y razón. Sin embargo, en pleno siglo XXI el butoh tiene mucho que aportar a los hombres y mujeres cuya preocupación es la existencia del ser en el mundo, no solo en un plano espiritual o emocional, sino llevado al nivel corporal, traído a este mundo para volverse a fugar. Recomiendo asomarse al texto Es la eternidad un instante editado por Fluir.
“Tengo que cambiar, quiero dejar de bailar, pero debo seguir, es una contradicción. La vida es complicada”.
La eternidad abre sus puertas al maestro Murobushi.