Vivimos un Macondo constitucional. Una Carta Magna, mágica y maravillosa, de robustos preceptos y floridas reformas, donde todos encuentran su razón de ser: los santos y los demonios, los trabajadores y los patrones, los gobernantes y gobernados, las autoridades y los ciudadanos, los de arriba y los de abajo.
Pero en la vida real esa maqueta constitucional está compuesta de polvorientas violaciones cotidianas, de miserables santuarios de justicia y de un vasto cementerio de letras muertas y sueños sepultados.
Nuestra Constitución cumplió cien años en la más cruel de las soledades: el olvido oficial, la indiferencia de amplios grupos de la población y una crisis sin precedente del estado de derecho minado por la corrupción, la impunidad y la violencia.
Nuestro Macondo constitucional nos lleva directamente a una disyuntiva: ¿es necesaria una nueva Carta Magna o solo se requiere hacer cumplir la que ya tenemos?
Con más de 700 reformas y adiciones a lo largo de un siglo, ¿estas reformas han servido para actualizar la Constitución original o solo la han deformado y desviado de sus objetivos fundacionales?
La respuesta se encuentra en qué entendemos por Constitución.
Hay dos posturas básicas. La garantista y la instrumentalista.
La postura garantista considera que el objetivo de una Constitución es salvaguardar y fortalecer los derechos fundamentales de las personas y de las comunidades frente al poder público y el Estado. En ese sentido, una Constitución es también un proyecto de nación al que aspira la mayoría de una sociedad.
La postura instrumentalista o reduccionista considera a la Constitución como un conjunto de normas y disposiciones positivas a las que deben someterse las personas y las comunidades, privilegiando su aplicación estricta sobre su adecuación temporal.
Nuestro Macondo constitucional es profundamente instrumentalista porque cada grupo que llega al poder busca hacer de las reformas constitucionales la vía para imponerse al resto de los actores políticos y a la ciudadanía misma.
Esto provoca que la sociedad y los ciudadanos vean con reservas y recelos las constantes reformas constitucionales, porque no se sienten representados en ellas y porque los supuestos beneficios nunca llegan o irrumpen en forma de perjuicios económicos y sociales, como aconteció recientemente con las reformas fiscal, educativa y energética.
A cien años de su promulgación, creo que el país necesita una nueva Constitución. Una Carta Magna diseñada para los próximos cien años, de tal forma que las enmiendas y adiciones en el próximo siglo sean las mínimamente necesarias, con un articulado básico que lo mismo lo entienda una niña (o) de primaria que un adulto mayor, el mexicano de la frontera que la indígena del sureste, el empresario más acaudalado y el trabajador informal.
Una Constitución que ciudadanice el poder público y, mediante los mecanismos de la democracia participativa directa (referendo, plebiscito, iniciativa popular, consulta ciudadana y revocación de mandato) expropie a políticos y partidos el monopolio de la representación ciudadana legítima que actualmente ostentan. En suma, una Constitución que nos haga transitar del Macondo actual a la democracia del siglo XXI.
ricardomonreala@yahoo.com.mx
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