En días recientes he visto la serie de Netflix llamada Narcos. Hasta ahora he observado siete de los 10 capítulos que tiene su primera temporada (asumo que habrá otras). Esta primera entrega es la historia de los cárteles de Colombia desde finales de los años 70 hasta que Pablo Escobar (personaje central de la historia) está en prisión. La serie, bastante bien realizada, está basada en hechos reales, aunque tiene pasajes ficticios.
La terrible violencia que vivió Colombia es similar a la que padecemos en México. La diferencia es que los capos mexicanos no enloquecieron (hasta ahora) al grado de volverse narcoterroristas con la virulencia y masividad de los sudamericanos. No ha habido aquí un Escobar que tenga la suficiente imbecilidad en su cerebro como para poner una bomba en un avión comercial, o para hacer estallar artefactos en cines, librerías, tiendas o edificios gubernamentales. Hemos padecido algunos episodios, como el de aquel 15 de septiembre en Morelia, pero los criminales se habrán percatado del repudio popular que eso genera.
La carnicería entre los cárteles que se disputaban no solo el trasiego de la droga hacia Estados Unidos, sino el mercado interno es similar.
Los secuestros son peores aquí porque, junto a la extorsión, se han convertido en la rama más grande de negocios para el sicariato, las tropas de los cárteles que no se benefician de los grandes negocios de los jefes. Todo el gigantesco narcolumpen vive no solo de los pagos verticales de sus cárteles (sueldos por asesinatos y halconeos), sino de las actividades horizontales de los jefes de células: a la par del narcomenudeo en la ciudad a su cargo lo mismo plagian a un abarrotero que extorsionan taxistas. Secuestran a cualquiera y extorsionan a todos. No van por los grandes montos en una sola operación, sino por el volumen a través de pequeñas actividades.
La villanía es la misma. Los miembros del crimen organizado, sea cual sea el nivel en el que se desempeñan, no tienen piedad. No saben lo que es la misericordia y el arrepentimiento les es absolutamente ajeno. El nivel de crueldad al que se ha llegado en México me parece que ya es superior al que vivió Colombia. Hombres, mujeres, niños, policías, militares, cualquiera puede ser ejecutado, disuelto en ácido, degollado, descuartizado, incinerado. Y pocos estados no tienen historias de desaparecidos.
En ocasiones, al repasar las historias de dolor que he reporteado en los últimos años, me cuesta trabajo no decir: "Que exterminen a esos criminales". "Que los abatan sin miramientos". "Que soldados, marinos y policías los hagan pedazos porque, ¿acaso tuvieron piedad esos monstruos?".
Dan ganas, muchas ganas, pero el Estado mexicano no puede sucumbir a esa tentación. No debe equipararse a esos monstruos, aunque muchos, silenciosamente, a veces tengamos ganas de que lo hagan...
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