La historia de este gobierno es la de la popularidad del presidente Peña Nieto. Sus niveles de aprobación han sido reducidos desde el inicio de su administración, en comparación con todos sus antecesores (excepto con los de Ernesto Zedillo en 1995). En la medida en que han transcurrido los años y meses de su gobierno —especialmente desde el otoño de 2014, cuando Ayotzinapa y la casa blanca—, la caída de respaldo social no ha cesado. Así, hemos atestiguado, cada que aparecía una nueva encuesta, menores niveles históricos: ya está por debajo de 40 por ciento de aprobación, ya tiene menos de 30, de 20. Después del gasolinazo de enero su popularidad es, según la encuesta de Reforma, de solo 12 por ciento. Para darse una idea, es el rango en el que se mueve el respaldo de personajes como Maduro en Venezuela.
¿En qué se traduce un rechazo social tan amplio y contundente? Porque hay que decirlo, sus facultades presidenciales son exactamente las mismas. Es decir, su poder legal de tomar decisiones por todos nosotros no disminuye ni un ápice. El problema es la pérdida de credibilidad y de convocatoria. Popularidad de 12 por ciento significa que solo uno de cada ocho ciudadanos cree que el Presidente gobierna en beneficio de los mexicanos, mientras que los otros siete opinan que lo hace mal o en beneficio de quien sea (los políticos corruptos o sus amigos, por ejemplo), menos de la sociedad. En la encuesta de GEA de diciembre pasado, 53 por ciento de los ciudadanos no le creía nada al Presidente; 6 por ciento mucho (uno de cada 16) y el resto poco.
Y cuando no se aprueba su gestión de gobierno ni se cree nada en lo que dice, un presidente difícilmente puede convocar a la sociedad a respaldar y potenciar las políticas, programas y acciones de gobierno. Esto es muy grave, pues sin la sociedad no hay gobernanza. En la complejidad del siglo 21, de un mundo globalizado y con un presidente chiflado en la Casa Blanca, los retos para los gobiernos son excesivos y todos sus recursos y capacidades no bastan para gobernar bien. El sector privado es el generador de riqueza más importante, las organizaciones sociales contribuyen a la generación de bienes y servicios públicos, las universidades crean conocimiento, los campesinos producen alimentos, etcétera.
Es la contribución social —coordinada y conducida por el gobierno— junto con las tareas desempeñadas por los poderes públicos lo que hace posible enfrentar los retos del país. Si en vez de eso, cada discurso y decisión del gobierno es confrontada, descreída y rechazada por la sociedad, el país está en problemas. México requiere finanzas públicas sanas y el incremento de la gasolina es necesario para ello. Al no haber legitimidad en la manera como el gobierno gasta los dineros públicos y no creerle nada al Presidente, en vez de aceptar el sacrificio que supone pagar más por la gasolina, lo que se genera son marchas de protesta y hasta vandalismo.
¿Cuánto más aguantará el país decisiones de un gobierno con esos niveles de aprobación presidencial? Incrementarla debiera ser una prioridad. Responder de manera inteligente y eficaz el reto que supone Trump en la Casa Blanca es quizá la última oportunidad de Enrique Peña de subir su popularidad y ganar credibilidad, pues difícilmente lo hará por la vía de una mejor economía, más seguridad o menos corrupción. Anteayer anunció las líneas de su política al respecto. Falta traducirlas en hechos que convenzan a los ciudadanos de que esta vez sí hará las cosas bien, que realmente defenderá a los mexicanos, la economía y los intereses del país con eficacia. De ello depende, en buena medida, que el país no se deslice hacia una crisis grave de fin de sexenio.