Política

De monstruos, amor y tolerancia

No soy ni pretendo ser un crítico de cine ni un gran conocedor del séptimo arte. Pero cuando una película toca fibras tan profundas como lo hace La forma del agua, de Guillermo del Toro, encuentro fascinante preguntarme qué elementos están al origen de esa magia, cómo puede alcanzarse esa belleza.

Por un lado, sin duda, está la cinematografía. La película es un verdadero poema visual y sonoro que nos transporta a un mundo acuático y etéreo, en el que todo parece ondear constantemente. Los rayos de luz que surcan las aguas, los reflejos en la piel escamada del monstruo, la música, las actuaciones y el ritmo mismo de la trama se combinan para preservar, a lo largo de toda la cinta, esa sensación inicial de una realidad suspendida en el tiempo y en el espacio.

Es en este escenario onírico en el que surge la historia de amor: una historia de romance y erotismo entre una criatura acuática, que es mantenida cautiva en un laboratorio gubernamental secreto, y una mujer con discapacidad del habla, empleada de limpieza del lugar. Estos seres, a quienes el mundo niega un espacio, encuentran el suyo propio y lo defienden, desafiantes. El improbable triunfo del amor entre los protagonistas nos pone en contacto con la esperanza de que más allá de las apariencias, más allá de las diferencias, más allá de las percibidas imperfecciones, dos almas se pueden identificar. Es un recordatorio reconfortante de que todos podemos encontrar el amor en los lugares más insospechados.

A esto se añaden los retratos de personajes entrañables, que tienen en común ser de esas personas a las que nuestra sociedad se empeña en hacer a un lado e invisibilizar, ya sea por su género, su raza, su orientación sexual, su discapacidad o simplemente por sus diferencias. Elisa, la protagonista, perdió el habla en un accidente de la infancia. Zelda, su compañera de trabajo y protectora, es una mujer negra. Ambas, plenamente conscientes de la discriminación de la que son objeto, parecen contemplarla no con resignación, sino con una suerte de templanza; no guardan resentimientos, parecen haber perdonado a la humanidad.

En cambio, para Giles, el vecino homosexual de Elisa, el proceso es más doloroso. El ocultamiento de su sexualidad lo enfrenta de forma más cruel al rechazo social y sus luchas internas son más evidentes.

Frente a todos ellos, el verdadero monstruo resulta no ser la bestia, sino el coronel Strickland, personificación de la intolerancia, los prejuicios y el desprecio por el otro. Incapaz de toda empatía, el funcionario a cargo de resguardar a la criatura, canaliza sus miedos e inseguridades en una violencia y un odio que terminan por podrir su alma y su cuerpo, al infectarse sus dedos mordidos por el anfibio.

Podrá decirse que estas metáforas caen en el simplismo, pero en realidad es esa sencillez la que hace aún más implacables los mensajes universales y atemporales de la película. No hace falta complicarse demasiado para entender que el amor, la amistad y la solidaridad no conocen de clasificaciones entre las personas, y que la tolerancia es la puerta a la riqueza espiritual. Que las diferencias no están en el otro, sino en la forma en que lo vemos, y que la belleza y la fealdad no se ven con los ojos, sino con el corazón.

En un mundo en el que creíamos haber alcanzado un consenso sobre la dignidad intrínseca de la persona humana, pero que hoy se polariza cada vez más, con el resurgimiento de una visión de la otredad como amenaza, estos mensajes son más urgentes que nunca.

Si a todo ello, sumamos una narración salpicada de humor, ternura y suspenso, el resultado es, en mi opinión, una película sencillamente maravillosa, con una estética contundente, una profundidad sin falsas pretensiones y una magia envolvente. Sin temor a equivocarme, una obra maestra que trascenderá a su tiempo.

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Arturo Zaldívar
  • Arturo Zaldívar
  • Coordinador General de Política y Gobierno de la Presidencia de México. Ministro en retiro y expresidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación
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