Para los oídos de los ciudadanos, las campañas electorales son un martirio. Escuchar a toda hora caudales de demagogia y falsas promesas resulta molesto y cansado. Se recibe como una franca e impertinente invasión a sus tareas cotidianas o interrupción a momentos de introspección, distracción o descaso.
Las leyes le otorgan a los partidos tiempos gratuitos para difundir sus mensajes en la radio y la televisión. Permanece la creencia de que es posible persuadir al elector con impactos de propaganda lanzados a las masas. Se percibe una competencia absurda por lograr el spot más agresivo, el más revelador de las miserias del contendiente o la alabanza propia.
Las reformas electorales de 2008 tuvieron como propósito quitarle a los partidos la opción de comprar tiempos en la radio y TV; se argumentó entonces que el gran elector era el poder del dinero que, sin límites podía replicar su propaganda en toda estación y horarios posibles; y esto, según los legisladores reformadores de la época, significaba el triunfo o derrota de los candidatos.
Ahora es el Estado, a través del INE, quien administra esos tiempos y el resultado es un tormento para el ciudadano. Obligados a transmitir los tiempos gratuitos para los Partidos, la industria de la Radio y TV ha creado bloques comerciales en donde arrojan uno tras otro los mensajes políticos. Una catarata de palabras huecas. Un tren de comerciales que se anulan entre si y causan nauseas al público. Los despachos de asesoría en comunicación para políticos tienen las manos atadas. Esta adormecida su creatividad y anulada cualquier estrategia. No han superado el obstáculo. Ante este panorama absurdo han llegado a proponer solo poner música. Quizá ello les generaría más votos. _
Tomás Cano Montúfar