Los estrategas de los partidos políticos suele calcular mal uno de los elementos básicos de la ecuación electoral: subestiman al elector. Como las novias que se sienten cortejadas, el elector produce una coraza de desconfianza.
El principal insumo para cosechar votos es la promesa política. En una escena muy silvestre de las campañas políticas, los candidatos salen a la calle con un costal de palabras que buscarán sembrar en la mente de los ciudadanos. Pero el mismo candidato que se para en un templete y observa la percepción de sus palabras entre la gente logra advertir, generalmente, que no son suficiente.
Aún el orador más cautivador que arranca toneladas de aplausos sabe que es necesario el respaldo de cosas sólidas. Los discursos arrolladores e incendiarios tienen el efecto de un alimento azucarado; pronto genera más hambre.
Además, los mítines en la actualidad son un producto en desuso. Las concentraciones son ahora escenografía para la foto de propaganda. Son estados de ánimo cuya difusión adecuada suele provocar al indeciso, pero en realidad es una fiesta con los ya convencidos.
El electorado no es una masa; ahí radica el error de origen de los diseñadores de campañas. Los electores son únicos y diversos. Los hay indiferentes, distraídos, fríos e impasibles. Encontraremos a votantes con criterio, analíticos, razonados y responsables. Y también los existen con compromisos, convencidos y fanáticos. Pero todos, maravillosamente, libres.
Cuando ya no fue posible persuadir a los electores con promesas políticas y los políticos empezaron a repartir despensas, dinero, cargos y contratos, nacieron los delitos electorales. Sin embargo, se empieza a descubrir como un mal negocio político subestimar al elector.
Tomás Cano Montúfar