La política tomó de la religión judía la tradición del chivo expiatorio para cargar sobre el inocente animal las culpas de un pueblo pecador. Llegado el día de la expiación, es decir, el momento del arrepentimiento para purificar su vida, los rabinos hebreos interpretaron la biblia de manera literal: tomaban un chivo en quien descargar sus faltas y lo olvidaban en el desierto en donde moría junto con ellos. Pero eran los gobernantes quienes marcaban las fechas, elegían al chivo, pero principalmente decidían qué pecados y a quienes se les podrían beneficiar con la acción expiatoria. El modelo, finalmente, era un sistema para administrar la justicia y gobernar a un pueblo dominado por el dogma.
Ya en asuntos terrenales, los gobernantes de todos los tiempos, han tenido en sus manos el destino de sus pueblos. Los ha habido tiranos y justos, pero todos se han enfrentado a los dilemas de resolver los asuntos públicos; éstos, siempre complejos, desafían al propio poder. Demostrar públicamente su eficiencia es una obsesión de los políticos porque les representa afianzar y en muchos casos, acrecentar y acumular poder. Resolver un crimen, por ejemplo, es un reto directo para el gobernante; no solo es deber de jueces o fiscales, sino un duelo para quien está al frente. No puede permitirse perderlo. “A cualquier precio”, suelen decir cuando la afrenta es grave. Su poder está en riesgo. Aparece entonces la tentación del chivo expiatorio.
Cuando la presión llega a ser asfixiante el gobernante amenazado recurrirá, con mayor o menor escrúpulo a buscar cualquier culpable. La mayor crueldad sobre un chivo expiatorio no radica en transgredir su inocencia sino en el abandono que sufrirá en el desierto.