“Hoy, una chica estadunidense ordinaria, de una familia ordinaria, acabó con un príncipe británico, con su verdad y su extraordinario valor”. Así resumió Skye Roberts, hermano de Virginia Giuffre, lo ocurrido tras la decisión de retirar todos los títulos y honores al príncipe Andrés, acusado de haber participado en la red de trata y abuso de menores de Jeffrey Epstein.
Sus palabras pesan aún más porque Virginia ya no está en este mundo para decir lo que siente. Pero sí se aseguró de dejar constancia de todo lo que vivió —y de lo que vivieron tantas víctimas más— en su libro Nobody’s Girl, publicado apenas hace un par de semanas. En él narra cómo, a los 17 años, fue “reclutada” mientras trabajaba en el spa del club de golf Mar-a-Lago, propiedad de Donald Trump, para ser traficada por Epstein y Ghislaine Maxwell. Entre los poderosos a los que fue entregada —según su testimonio— estaba el hermano del actual rey de Inglaterra.
La justicia no llegó para Virginia. La lista de Epstein se ha convertido en una papa caliente política que poco tiene que ver con ayudar a las víctimas. Y aunque la decisión de despojar oficialmente a Andrés de sus títulos pueda parecer un gesto simbólico, lo cierto es que representa algo más profundo: una consecuencia tangible, una admisión institucional de culpa que él mismo nunca ofreció.
No es restitución ni reparación, pero sí un eslabón importante en la narrativa de la verdad. Un precedente histórico que deja claro que ni el poder ni la realeza resisten el peso moral de los hechos. No devuelve la vida ni la paz a las víctimas, pero al menos les otorga lo que la sospechosa muerte de Epstein les arrebató: reconocimiento oficial —por mínimo que sea— de la tragedia que vivieron. Y quizás, un recordatorio para quienes todavía creen que el privilegio equivale a impunidad.
