Se cumplieron ayer 50 años de la muerte del Che y el mito sigue vivo. Los mandamases del bolivarianismo y su madre nodriza, la Cuba castrista, se deshacen en piropos hacia el que consideran sin más un benefactor de la humanidad, un héroe que entregó su vida por los desposeídos del mundo. Nada de qué sorprenderse, desde luego. Pero no es solo ahí donde perdura la buena reputación del guerrillero cordobés. Mucho menos comprensiblemente, los jóvenes que se manifiestan en reclamo de libertades por las calles de todo el mundo siguen portando en homenaje una boina, una bandera con su firma inconfundible o una camiseta con la foto que le tomó Alberto Korda, como si el Che no hubiera sido, justamente, un incansable, indómito luchador contra las libertades. Un héroe en la peor acepción del término que, sí, sobrevive como icono libertario cuando en realidad estuvo dispuesto a entregar la vida para convertir al mundo en un enorme Gulag.
No lo ocultó, hay que decirlo. El Che no decía mentiras. En sus diarios, en sus comparecencias públicas, fue claro en su vocación de eliminar sumarísimamente a cualquiera que bloqueara el camino hasta la Utopía, ese reino justiciero, todo igualdad, que los teóricos llaman totalitarismo. Y eso, hablar con la verdad, fue una de sus escasas virtudes. Convencido del modelo soviético, primero, y luego tal vez del maoísta, pero siempre en contra de la democracia burguesa, contribuyó fuertemente a la bancarrota de la Cuba castrista como presidente del Banco Nacional, en la Reforma Agraria, en Industria. Aburrido de encabezar disparates económicos, y no sin antes pasar por las armas a montones de cubanos en la prisión del Morro, se dedicó a promover “focos” guerrilleros en África y América Latina, un par de veces personalmente, y a sembrar así una tradición sangrienta que dejó muchos muertos y mucha represión en nuestro continente, secuestrado durante décadas por el terror cíclico de la insurgencia y la contrainsurgencia, dos vías de alcanzar o consolidar dictaduras. Al final, murió como vivió, ejecutado sumariamente, en una selva boliviana que nunca lo quiso, superado militarmente porque tampoco fue un estratega muy fino, luego de dejar por el mundo a hijos que apenas lo conocieron y a mujeres que abandonó sistemáticamente.
Nada que festejar, pues, a medio siglo de la muerte del guerrillero heroico. Debería terminar estas notas diciendo que es hora de que dejemos descansar en paz a ese talibán de izquierdas, pero sabemos que es inútil. La lucha sigue.