Publiqué hace unas semanas, junto con mi camarada Alejandro Rosas, un libro que ha hecho cierto ruido: México bizarro, compuesto por 90 historias bien reales y bien grotescas de este país nuestro, lo mismo surgidas de la política que del deporte, la cultura, los espectáculos o la zona neblinosa de lo que llamamos las leyendas urbanas. Hay generalmente algo de misterio en el hecho de que un libro suscite entusiasmos y debates; en que se hable de él, en que inquiete; en que tenga éxito. Éste no es la excepción. Pero hay al menos una razón verificable por la que nuestro libro ha creado polémica, y es el uso de la palabra bizarro en el título.
Lo bizarro a que hacemos referencia Rosas y yo es en efecto lo raro, lo estrambótico, lo surrealista, hasta lo excéntrico. Con ello, apostamos al significado que hace ya mucho se le da a la expresión en el lenguaje de calle, en el día a día, muy diferente a su significado original: valiente. Un significado, el de raro, por lo demás, que aceptan ya el Diccionario de americanismos, el de Mexicanismos y del Español de México. Pero se nos olvida a menudo Twitter es una fuente inagotable de sorpresas. En este caso, la sorpresa fue la avalancha de puristas de la lengua, de custodios de lo idiomáticamente correcto que nos recordaron, siempre en tono de lamento, que bizarro significa valiente, y punto. El último de ellos fue el talentoso monero Hernández, un hombre de notable sentido del humor que claramente puede ponerse también muy serio. Lo hizo: se quejó con sarcasmo del enojado de que Rosas y yo no “defendiéramos” el español –ya la idea de que los idiomas necesitan defensores amerita un debate largo–, añadió que bizarro no tenía el significado que le dábamos en el libro, olvidando que las palabras tienen la costumbre de significar cosas varias y hasta contradictorias, y lamentó por fin que un significado matara al otro, como si los idiomas no fueran, en buena medida, cementerios de significados, es decir, entidades aferradamente variables, cambiantes. Vivas, se dice con alguna cursilería.
Creo de corazón que Hernández hizo bien en cuestionarnos: es sano discutir, y más aun que la discusión convoque a otras voces, como en ese caso la de la sabia Paulina Chavira. Honor a quien honor merece, Hernández nos concedió la razón públicamente con la misma claridad con que nos cuestionó. Fue honesto. Y fue bizarro, en el sentido, correcto, que él prefiere darle a la palabra.