Política

Se lo detengo

  • Semáforo
  • Se lo detengo
  • Julio Hubard

Hace poco vi uno de esos videos, uno de tantos, donde se dramatizan situaciones para observar la reacción de la gente que rodea y atestigua una situación que pone en entredicho alguna idea de valor. Era de John Quiñones, periodista del equipo de 60 Minutes (muchos episodios igual de incómodos se hallan en el canal de YouTube: “WWYD? All episodes”). En la primera situación, un hombre maltrata y jalonea a una mujer en público. Desde luego, la gente reacciona en defensa de la mujer. Bueno y vale. En la segunda, se invierten los roles: ella golpea al muchacho. Antes se oyen grillos de nocturna soledad a que un alma intervenga en defensa del joven. Unos pocos, muy pocos, se acercan a preguntarle a ella si está bien y si necesita ayuda, con la clara idea de que quizá ese tipo necesite algo más firme y caballeroso de lo que una mano femenina puede atizar. Los observadores supusieron casi invariablemente que ella tendría razón suficiente para tundir al idiota ése. Otro muchacho, de plano, lo inmovilizó para que ella lo golpeara.

Uno, como observador de los observadores, sentado tras una pantalla, puede creer cosas muy raras: por ejemplo, que la gente hace mal asumiendo cosas que no sabe; por otro ejemplo, que si la segunda paliza puede resultar confusa, la primera no deja lugar a dudas: no se trata a una mujer con violencia. Punto. Tercera cosa, el espectador suele ignorarse a sí mismo e imaginarse como mera conciencia y juez de actos, desde fuera. Una “ética indolora”, la llama Lipovetsky. Vemos, leemos, atestiguamos y estamos seguros de que actuaríamos de tal o cual modo, siempre de acuerdo al bien o a una idea del bien, pues. Pero la verdad es que a uno le toca quedar involucrado en las cosas sin que nada lo prevenga: no hay ni música de suspenso ni título para darle clic a los acontecimientos. De pronto, ahí, la confusión. Cortisol y adrenalina: primero la supervivencia. Después, uno puede reclamarse todo: debí haber hecho esto o aquello, decir tal cosa. Las mejores respuestas llegan siempre al día siguiente. Y la verdad es que, con mucha facilidad, uno cree que actuaría de tal o cual modo ante las situaciones difíciles, pero nadie lo sabe con seguridad. De todos modos, el lugar de juez se renueva y la conciencia se olvida de los actos.

Oscar Wilde —que gustaba de sorprender con corbatas y metáforas, según Borges— dijo y repitió que el verdadero abuso lo ejerce el débil sobre el fuerte, no al revés. Y a veces es verdad. Defender al débil parece una obligación moral dictada por el bien. La defensa del débil y del pequeño produce “el sentimiento de militar en favor del bien”, dice Bernard-Henri Lévy. Y durante 500 páginas defiende —sin ironía, con esa convicción del juez y espectador, que nunca se mancha con los actos— la causa del intelectual, del “escritor cuya vocación, casi ontológica, fuera la de servir de intermediario entre lo Justo, lo Verdadero, el Bien y el entorno de la ciudad. La Ciudad por un lado; lo Justo, lo Verdadero, el Bien por el otro”. Las aventuras de la libertad es un libro estupendo, repugnante, presuntuoso y muy inteligente. No golpearía a una mujer, pero si hallo una dispuesta a golpear a Lévy, yo se lo detengo.
Google news logo
Síguenos en
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.