Jamás he creído en eso que reza la mercadotecnia de que una mentira repetida miles de veces termina por convertirse en una verdad. No lo compro, una mentira es una mentira y una mierda seguirá siendo una mierda. Por el contrario, existen maravillas que quizá permanezcan ocultas para la mayoría (para las masas) y no por ello dejar de refulgir y sorprender. La banda de Chicago es uno de esas joyas que uno quisiera no fueran manoseadas por los tumultos, que se quedaran como esos secretos perfectamente preservados y ajenos al mal gusto. Vamos, que se trata de una expresión finísima de lo que pueda entenderse como rock alternativo, dado que transita por diversos palos que van del folk transgresor a la Americana más visionaria y termina siendo una música esplendorosa que reniega de este tipo de ejercicios clasificátorios; ¡Vaya que es esquiva y magnífica su música!
Su líder, Jeff Tweedy (Illinois, 1967) es alguien que transitó por los pantanos de los excesos y luego emergió algo maltrecho, pero con su arte impoluto. Sus canciones son delicadas piezas de orfebrería que tratan sobre los acantilados a los que se asoma el alma humana. Él sabe que uno puede desplomarse o aferrarse con garras y dientes a la existencia; sus rolas son para sobrevivientes. Las raíces de Wilco no pasan solamente por la tradición de la Norteamérica profunda, sino por las honduras del drama existencial. Se trata de un forajido –huraño y ensimismado- conduciendo a una pandilla de virtuosos que ponen sus inmensas cualidades al servicio de la expresión auténtica del purgar las culpas a través de las canciones. Una discografía larguísima y virtuosa avala lo que, sin duda, es un Arte mayor que no acepta pegas o excusas. Para cuando se esté leyendo este texto, un escribidor seguirá fascinado por haber podido atestiguar en el Teatro Metropolitan una expresión máxima de eso que hemos llamado rock and roll.
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