Sin lugar a duda, una de las citas más recurrentes del cancionero de Joaquín Sabina lleva intrínseca una contradicción; me refiero a aquella que dice que: “al lugar donde has sido feliz no debieras jamás de volver”. Quizá exista cierta idealización romántica -ese vivir en la nostalgia-, pero si algún lugar te provoca tan tremenda sensación de bienestar no encuentro motivo suficiente para no regresar a la primera oportunidad.
Ubicado en los rumbos de Chatelet, el Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou -inaugurado en 1977- se convirtió en un edificio icónico, aún con lo provocadora que resultó en su momento su visionaria arquitectura. La obra de Renzo Piano, Richard Rogers y Gianfranco Franchini nació mostrando las entrañas, con las tripas por fuera y ello descolocó a propios y extraños -a los franceses les encantan esas provocaciones-.
Me es difícil señalar a algún artista en especial de su acervo, pues en sus salas transpiran todas las vanguardias que se dieron tras el impresionismo (concentrado en el Museo de Orsay); del resto de movimientos y tendencias han dado señales sus salas (con el cine incluido). Se trata de una verdadera “catedral del arte contemporáneo”; ni siquiera un teórico de la post-vanguardia podría restarle importancia. El edificio ha envejecido pronto y mal, por lo que presenta problemas mayores que han llevado al Ministerio de Cultura a tomar la decisión de cerrarlo por 4 años (a partir de finales del 2022 o el comienzo del año siguiente). Aun cuando se trata de un edificio, la situación fue agravada por la pandemia.
No me importa que Tintín, el célebre personaje de comic, lo llamara en su tiempo “una factoría”; en el Pompidou el arte contemporáneo encontró a uno de sus templos mayores.
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