Al beisbol de las Grandes Ligas le cuestionaban la denominación de su campeonato al que todo el mundo ha conocido, llamado y disfrutado como Serie Mundial.
Pioneros, fundadores y promotores, los estadunidenses creían que el mejor, el único, el auténtico y el original beisbol solo podía jugarse en Fenway, el Wrigley, las calles de Brooklyn, los campos de Jersey y los parques del Bronx. Pero el querido beisbol que nunca fue colonialista, ni imperialista, abrazó al inmigrante desde Ellis Island a orillas del Hudson hasta China Town en la costa del Pacífico, acompañó al soldado que lo jugaba, viajó en el portafolio del vendedor que lo presumía y se metió en las maletas de las familias que construyeron el sueño americano.
De pronto, el gran pasatiempo de los Estados Unidos, un símbolo cultural, se había esparcido por islas, litorales, cordilleras y praderas en Asia, el Caribe, México, Sudamérica y Canadá. Su zona mundial de influencia, muy marcada, marcó también el ritmo y progreso de un juego que poco a poco dejó de ser patrimonio exclusivo de los estadunidenses, para convertirse en una herencia común.
El juego de pelota, como cariñosamente le llamaron en las cálidas costas latinoamericanas, ha sido uno de los lazos más sinceros y afectuosos que los Estados Unidos han extendido con dominicanos, venezolanos, puertorriqueños, cubanos, mexicanos, canadienses, colombianos, panameños, japoneses o coreanos.
Aunque tardaron en comportarse como una organización mundial, las Grandes Ligas reconocieron las profundas raíces que su deporte echó por el mundo apoyando un evento que puede convertirse en uno de los grandes movimientos deportivos del siglo: El Clásico Mundial de Beisbol 2023 que arrancó esta semana en Taichung, Taiwán, y cerrará el 21 de marzo en Miami, Florida, con la participación de 20 selecciones nacionales y cientos de ligamayoristas, es una de las grandes noticias del deporte.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo