Fanático de los Juegos Olímpicos, guardo todo tipo de sensaciones y memorias familiares desde Moscú 1980, los primeros que recuerdo.
Cada uno marcó mi afición y profesión: el olimpismo ha sido un gran maestro y un buen amigo, esto es lo mejor que puede darte el deporte. Pero en algún momento con mayor uso de razón, me preguntaba por qué el Comité Olímpico no admitía en los Juegos a los mejores deportistas del mundo. Eran tiempos en los que se dividía a los deportistas en dos grupos: amateurs y profesionales. Estas etiquetas impidieron durante décadas que las grandes estrellas participaran en el máximo evento del deporte mundial. Más que una prohibición para mantener impoluto el Espíritu Olímpico, se trataba de una discriminación que lo hacía ver como un tirano: ningún deportista que ganara un centavo ejerciendo cabalmente su profesión, podía competir.
A lo largo de esta veda, hubo casos dramáticos como el de Jim Thorpe, probablemente uno de los mejores atletas de la historia, a quien el Comité Olímpico retiró sus medallas de oro en decatlón y pentatlón ganadas en Estocolmo 1912, tras descubrir que había jugado al beisbol en Ligas Menores cobrando 2 dólares diarios.
Pasaron años para que el olimpismo reconociera como parte de su familia la emblemática figura de Thorpe, cuando ya había muerto solo y sin dinero después de jugar al beisbol, al futbol americano y al baloncesto como profesional.
Fue en Seúl 1988 gracias al tenis que encabezaban Steffi Graf y Gabriela Sabatini en la rama femenil y Stefan Edberg en la varonil, que los Juegos se abrieron a los mejores deportistas del mundo, iniciando una nueva era en Barcelona 1992 con la aparición en tromba del Dream Team, máximo símbolo del profesionalismo en la historia de los Juegos y que ahora acudirá a París 2024 con LeBron James, Joel Embiid, Stephen Curry y Jason Tatum, inscritos esta semana en la preselección olímpica.