La Federación Internacional de Atletismo a través de su presidente Sebastian Coe, un reformista, ha puesto precio a las medallas de oro por primera vez en la historia de los Juegos Olímpicos: cada una de ellas valdrá 50 mil dólares.
Con esta decisión el atletismo se convierte en el único deporte, hasta el momento, que mercantiliza el espíritu olímpico.
De aquella frase acuñada por Pierre de Coubertin que sostenía: “lo importante no es ganar, sino competir”, quedan las buenas intenciones de un buen verso. Coincido con Coe, los deportistas olímpicos no solo deben ser reconocidos por su noble espíritu competidor, sino por su talento, trabajo, tiempo y sacrificio entregados a una profesión que exige renunciar a muchos privilegios. Compensar económicamente a los mejores atletas del mundo al estilo de los Grand Prix, no debería ser mal visto, ni cuestionable. Se trata, en todo caso, de poner al deportista en el centro de un evento multimillonario que en las últimas décadas se ha acercado cada vez más al profesionalismo.
La costosa y exclusiva organización de unos Juegos Olímpicos que exige miles de millones de dólares a las sedes en infraestructura, logística, promoción, cobertura, instalaciones, patrocinios y derechos, había dejado al margen su principal activo: los jóvenes que corren, nadan, juegan, saltan y luchan por sus campos, piscinas, pistas y pabellones.
¿En qué cabeza cabe que los atletas sigan sin recibir un premio económico por sus triunfos? Solo en aquellas que siguen concibiendo a los Juegos Olímpicos como un evento diplomático y político conveniente.
Debemos celebrar ésta y otras iniciativas de Sebastian Coe, un tradicional ex fondista británico de elegante zancada que representó como pocos el valor de los atletas. Coe, sin ninguna duda, es el candidato ideal para presidir el Comité Olímpico Internacional, un organismo que requiere una profunda limpieza de espíritu.