Clásico, original e irreductible, el Athletic Club es el único equipo de futbol en el mundo que decidió enterrarse para sobrevivir: su directiva trabaja la tierra con el arado de la historia, sus 43,699 socios la riegan con fuertes corrientes de identidad y sus futbolistas crecen en ella como abedules, robles y acebos. Todo en Bilbao, la ciudad más poderosa del País Vasco, gira en torno al Athletic: no porque juegue al futbol, sino porque el futbol juega un papel social, cultural, político, económico y territorial, fundamental para entender su pasado, y trascendental para explicar su futuro.
El Athletic Club levantó el fin de semana su vigésima cuarta Copa del Rey en 126 años, es uno de los máximos ganadores del título más antiguo de España por delante de Real Madrid y después del Barça; un dato que resume muy bien su relación con los melancólicos tiempos de un juego labrador y copero que se extingue.
En las últimas décadas el futbol cambió de forma radical su estilo de vida, no cambiaron mucho sus leyes y gobernantes, pero sí sus ideales: más que una honorable vocación deportiva lo mueve una respetable ambición económica que también cambió su forma de hablar: al aficionado le llama audiencia y el aficionado lo llama experiencia.
En esa remodelación de sus orígenes agrícolas, artesanos y obreros dentro y fuera de la cancha, se perdieron una serie de valores que el Athletic Club mantiene. El más importante, la sostenibilidad ambiental cimentada en un principio de crianza, es decir: niños nacidos, alimentados, educados y desarrollados en las tradiciones familiares vascas que permanecen intactas en sus viejos caseríos de madera y piedra, donde siguen mandando el abuelo y la abuela, “aitona y amona”; primeros responsables del Athletic por su principio hereditario, identitario y comunitario.
El campeonato de Copa, con su poso y su solera, da vida a este viejo y querido equipo.