Se cumplieron 17 años de los ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono, y por esta ocasión Donald Trump, sorprendentemente, se apegó al guión, haciendo caso a sus asesores y dando un buen discurso para conmemorar la fecha histórica. Sin embargo, eso fue solo por un tiempo limitado, porque no dejó de ser el Trump de siempre durante el resto del día. Al parecer le resulta muy difícil controlar sus verdaderos impulsos. Han cambiado muchas cosas desde el 2001 y es inevitable hacer comparaciones presidenciales.
Recordamos a George W. Bush, a quien le tocó liderar al país en 2001. De Bush podemos decir mucho, pero al tratarse de una de los peores momentos que ha pasado la sociedad norteamericana en su historia, reaccionó bien, unió a los estadunidenses y la gente pudo arroparse con su gobierno. Parte de la labor de un presidente es ser “motivador en jefe”, principalmente en tiempos de crisis, y eso lo logró Bush.
Años más tarde, Barack Obama, sucesor de Bush, inspiraba y motivaba cada 11-S, tratando de separar la palabra “musulmán” en lo general, de todo lo que tuviera que ver con terrorismo. Fue un líder que se ganó la confianza de muchos a través de la unidad, aunque desde luego generó también descontento en otros ámbitos, y reacciones desproporcionadas en un sector republicano (el neoconservador), que ya se había gestado desde la época de Bush.
Y finalmente llega Donald Trump, un neoyorquino, no tan querido en Nueva York y quien, contrario a lo que hizo George Bush en los primeros años de su mandato, o a lo inspirador de Obama, tiene a los estadunidenses totalmente divididos.
APUNTE SPIRITUALIS. Sí, Trump dio un discurso sobrio, pero también aparece levantando los puños como los hacen muchos dictadores y líderes controvertidos, e inició el día despotricando contra la investigación de Rusia, y lidiando con el remolino que causó el libro de Bob Woodward y el editorial anónimo del New York Times, que no hicieron más que confirmar el ambiente de alta hostilidad y división en el país.
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