Empezó el juicio político contra Donald Trump. Todo parece indicar que el resultado no será diferente al de los dos anteriores (contra Bill Clinton y contra Andrew Johnson), en los que la defensa presidencial triunfó manteniendo al líder en el poder. Pero lo que sí hay es una guerra de narrativas de la cual ninguno de los bandos se puede declarar vencedor aún. La pregunta no es tanto si quitarán a Trump de la presidencia, sino más bien quién le sacará más jugo político al impeachment en este año electoral.
Los republicanos le apuestan a posicionarse como “víctimas”, lo mismo que hicieron los demócratas en 1999. Los demócratas, por su parte, hablarán de evidencias de abuso de poder, mismas que indican el peligro de mantener a Trump como jefe de Estado, argumentos muy similares a los de los republicanos contra Clinton. El partido de Trump intentará convencer de que no hay nada ilegal y que por tanto no hay suficientes argumentos para retirarlo de la presidencia; mientras los demócratas contestarán que no es necesario que haya algo criminal para declararlo culpable, tal y como algunos de los republicanos aseguraban en la época de Clinton.
En fin, lo que algunos defendían hace dos décadas, hoy se convierte en el argumento contrario. Los republicanos seguirán posicionando el tema como un “fraude” de los demócratas que “no podían soportar la idea de que Trump fuera presidente”. Los demócratas se seguirán basando en las pruebas, en los testigos (si es que permiten que se presenten en el juicio) y dirán que Trump ya está “manchado” con el impeachment de por vida, aunque se mantenga en la Casa Blanca el resto del periodo.
Apunte spiritualis. ¿Quiénes ganan entonces? Los que sean capaces de comunicar una narrativa clara, concisa, sencilla de entender, y que apele a los sentimientos de la mayoría, que genere más motivación para la acción. La acción de votar. Desafortunadamente la muy menospreciada “verdad”, cualquiera que esta sea, pasará a segundo plano.
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