Está claro que el debate norteamericano del martes fue un caos, una demostración de inmadurez política, sobre todo por parte del presidente Trump, y un espectáculo televisivo lamentable, desagradable en general. Pero no queda ahí, no es solo un mal show de una noche. Esto puede tener consecuencias a largo plazo.
Por un lado, entre los dimes y diretes, está la polarización, el enojo, la falta de empatía que son reales, que se traducen en situaciones de peligro. No se borran tan fácilmente cuando son transmitidos en una plataforma con la carga institucional-tradicional, y el alcance de un debate presidencial, del que todo el mundo está pendiente. El guiño que Donald Trump le hace a los supremacistas blancos, quienes celebraron las palabras de su presidente favorito, se puede convertir en empoderamiento al racismo, en violencia en las calles. En el plano internacional, los enemigos de Estados Unidos y en general de la democracia están frotándose las manos por ver una pequeña grieta en el sistema, un momento de desequilibrio de la “potencia líder del mundo libre”.
Por otro lado están las elecciones, y la percepción de la política. Trump quiere generar una situación de caos para mermar el proceso, para desacreditar una posible derrota. Esto ya lo venía haciendo desde hace meses, pero al descarrilar el debate, le pega directo a uno de los principales pilares del periodo electoral, y desmotiva a los votantes, a los ciudadanos. Esto puede ser caldo de cultivo para una crisis constitucional, y para una crisis aún más amplia de la política nacional e internacional, que a su vez es gasolina para más líderes populistas o autoritarios, y por tanto mayor polarización. Así se va el círculo vicioso, si los ciudadanos se dejan. Ojalá que no se dejen.
Apunte spiritualis. Trump no inventó ni la polarización ni el caos, pero sí los enciende y se aprovecha de ellos. No es un tema de “los dos tuvieron la culpa”. Aquí la mayor responsabilidad la tiene el presidente.
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