Twitter prácticamente ha matado la posibilidad de conversar públicamente, y seguramente esto tiene algo que ver con el incremento en la incidencia de la ansiedad y la depresión que narra el documental The Social Dilemma. Se han establecido nodos de opinión que tienden a alimentarse, a hacerse más grandes, y a confrontarse con otros, nublando los horizontes que podrían construirse en común, y volviendo angustiosa cualquier participación de lo público. No me resigno a ello.
Esta semana tuve otro ejemplo, clarísimo, a raíz de mi participación en el noticiero de Elisa Alanís en Milenio, donde sostuve que hubo un desaseo en el conteo de los votos de la elección en Estados Unidos, que el poder de los medios prefirió callar a Trump, y que él y su liderazgo son un síntoma de las exclusiones de la comunidad política: un cortocircuito generado en el desencuentro de un espacio dominado por el discurso democrático, pero con una sociedad excluyente. Esperaba, como siempre, el coro de odio, pero ahora encontré en la renuncia a dialogar y la sordera de la condena a un par de historiadores que respeto. Contesto aquí a Federico Navarrete, para quien hacer esos señalamientos implica transigir con la retórica racista.
El reto de nuestros tiempos, el mismo reto en todos los regímenes que han sido modificados por experiencias populistas, es reconstruir las comunidades políticas, aumentando la sonoridad de las voces excluidas y disminuyendo la de las que responden al gran capital, es decir, generar órdenes republicanos. Sostengo que la base electoral de Trump, de 74 millones de personas, no está configurada por locos fanáticos, sino que muchos vieron una posibilidad de inclusión política en su liderazgo. Para Antonio Gramsci, el fascismo araba en un campo que era también fértil para las revoluciones, y en ese sentido era testimonio del fracaso de una izquierda que no lograba interpelar a los sectores subalternos. En no pocos fenómenos fascistas son las clases medias asustadas por la cercanía de la precarización las que constituyeron el núcleo de movilización. Ante la amenaza de una crisis, logran movilizar también a otros grupos sociales, con mayor o menor sentimiento de opresión.
El debate es viejísimo, pero debemos tenerlo presente. Ante su exclusión de la comunidad política —de las voces que cuentan— generada por la crisis económica, las clases medias afectadas o amenazadas en sus intereses son susceptibles de movilizarse si alguien agita el miedo. Esas exclusiones parciales —de la estabilidad en los ingresos, del salario, de los derechos laborales, del sistema de salud—, aunque se perpetren contra clases medias que no están desprotegidas, son las más proclives a la politización, dado que implican un sentimiento de despojo de las personas que gozaban de otros bienes o servicios en el orden previo. A veces ni siquiera se precisa el despojo: el temor a formar parte de los despojados es suficiente. Ese temor de los antes incluidos puede movilizarse en diferentes formas, aunque esquemáticamente pueden mencionarse dos principales: una, contra los de abajo, los sujetos racializados a quienes se supone culpables del desorden, o de las injusticias del orden (como hace Trump). Otra, contra los de arriba, explicando quiénes han sido los culpables y ganadores de las crisis, con didáctica pública e interpelación de clase (es decir, como intentó Sanders).
Para dotar de certezas de inclusión a los temerosos lo peor que se puede hacer es insultar o silenciar a quien asume su representación, o asumir que son todos locos o fanáticos, porque terminará por radicalizarse a los que son más cercanos a esa descripción al tiempo que se invisibiliza a millones de otros ciudadanos aglutinados alrededor del estrambótico liderazgo trumpiano. Ese fue quizá el principal error de Hillary Clinton en su campaña, que ahora se repite masivamente. Ya el oligopolio mediático había suspendido una conferencia de prensa de Trump, y el discurso del fraude fue más ridiculizado que combatido con argumentos, que también se puede si se parte de una lectura realista sobre la que no fue una elección impecable. (Sí: hay que asumir el desaseo, que puede explicarse sin admitir un fraude que cambiara el sentido de la votación. Biden ganó el voto popular, el colegio electoral y debe asumir la presidencia. Pero no es nada para presumir que, amparados en la pandemia, vía judicial, los demócratas operaran para revertir las leyes estatales que ponían límites al registro de electores, al registro para votar por correo y ciertas reglas para el manejo de los votos por esa misma vía, un desorden intencionado que, con la evidencia anecdótica de trampas y errores menores, fue un caldo de cultivo propicio para la narrativa trumpiana). Ya todo eso había sucedido cuando las principales redes sociales optaron por borrar a Trump, como si eso fuera a desaparecer al sujeto político colectivo que se configuró durante estos años, implicando la fantasía de que puede amputarse de la comunidad nacional sin consecuencias. Pongamos que logran desarticular al trumpismo; aún así deben tomar en cuenta que todo proceso de disolución de un sujeto colectivo engendra violencia. Pero hay otras alternativas: la reforma política y reinventar la comunidad política sobre la base de la inclusión de los temerosos —pero también de los desposeídos—. Si no, seguirá el camino a la barbarie narrado desde las indignaciones selectivas de la corrección política twittera.
@gibranrr
––––––––––––––––––––––––––––
Réplica de Federico Navarrete a la columna "El diálogo imposible".
Trump desde México
En las últimas semanas se han escuchado en los medios y en las redes sociales en México opiniones de personas de “izquierda”, cercanas al gobierno de Morena, que defienden al expresidente Trump y a sus votantes. Estos inesperados seguidores de un movimiento de extrema derecha establecen una equivalencia entre el “populismo” en EU en México y entre la campaña de Trump contra los resultados electorales de 2020 y la lucha contra el fraude electoral en México desde 1988.
Ambas equivalencias me parecen inexactas porque reflejan una lectura equivocada de la historia y la situación en EU. Empecemos por el populismo. En su artículo “El díalogo imposible” Gibran Ramírez afirma que la decisión de la prensa establecida en EU y de las instituciones públicas de ese país de hacer de lado los reclamos trumpistas contra la elección silenció de manera arbitraria y sumaria a sus 74 millones de votantes. Sostiene que se trata de un grupo que ha sido excluido del poder y que reclama su participación por medio de una irrupción populista encabezada por el expresidente. Sin embargo, no es cierto que los millones de votantes de Trump sean un grupo homogéneo e igualmente marginal, y más difícil resulta sostener que Trump habla por todos ellos. La lógica electoral de un sistema bipartidista como el de EU construye coaliciones amplias y circunstanciales: no todos los votantes de Trump comparten sus posiciones más extremas y tampoco su descalificación de las elecciones, ni sus llamados a la violencia; tampoco los votantes demócratas son un grupo homogéneo. Pretender fundirlos todos en la voz intemperante de Trump es como pretender que los millones de personas que votamos por AMLO en 2018 sólo podemos ser representados por su voz particular. Eso se llama caudillismo, no populismo.
Por otro lado, diversos comentaristas han afirmado que los votantes más radicales de Trump representan un sector marginado por el neoliberalismo. Si marginados buscamos, les recuerdo que desde hace siglos, y hoy más que nunca, los sectores más pobres y discriminados de Estados Unidos son las “minorías” racializadas, afroamericanos, mexicanos y otros inmigrantes, no los grupos blancos, incluso los pobres. Hasta cuando toman el Capitolio estos grupos se benefician por sistemas de privilegio racial y racista que los distinguen de los primeros y les dan más derechos. Diversos estudios sociales muestran que lo que molesta a estos blancos pobres es la erosión relativa de su relativa supremacía y el ascenso de sectores no blancos a posiciones mejores. Tampoco se puede afirmar que sean una “mayoría”, pues no parecen sumar más de 30 millones de votantes en un país de 300 millones, y están en un claro declive respecto a los demás grupos. Desde 1992 los republicanos solo han ganado la mayoría de los votos en la elección nacional de 2004 (y Trump tampoco ganó el voto popular en 2016 pero aun así fue electo por el Colegio Electoral, si buscan las verdaderas injusticias).
Antes de hablar de fraude conviene recordar que el expresidente y sus secuaces fueron incapaces de presentar evidencia creíble del supuesto fraude, y que tuvieron tiempo de acudir a diversas instancias. Además, retomar las falsas acusaciones de fraude demuestra ignorancia de la historia electoral en EU. Desde la guerra civil, los partidos asociados al supremacismo blanco (demócratas primero, y republicanos a partir de la década de 1970) han esgrimido el fantasma del fraude electoral para disminuir y suprimir los votos y la participación política de los afroamericanos, los mexicanos y otros grupos racializados, en muchas ocasiones de manera violenta. Por eso la falta de demostración de las acusaciones de Trump no impidió su éxito entre sus entre los sectores más radicales de sus votantes, pues confirmaban sus prejuicios racistas. Para los supremacistas el voto de los grupos minoritarios es siempre sospechoso porque no los consideran auténticos estadounidenses (recuerden que Trump se hizo famoso negando la ciudadanía de Obama), además piensan que son proclives al engaño, al fraude y la manipulación.
Desde hace décadas el partido republicano, en su conjunto, ha adoptado una política de supresión sistemática de votantes no blancos. Los demócratas han emprendido campañas de empadronamiento y movilización social de inmigrantes, grupos racializados, minorías sexuales. Las iniciativas para facilitar el voto postal y anticipado en 2020 obedecen a esta estrategia de ampliación legítima y responden, además, de manera perfectamente razonable, a la realidad de la pandemia. Aceptar que es fraudulento buscar una mayor participación electoral es comprarse las políticas racistas y anti-democráticas de los republicanos.
Desde mi punto de vista, la lucha contra el fraude electoral en México ha sido radicalmente diferente: se trató de una reivindicación social amplia para arrebatar al sistema autoritario y su partido el control sobre el proceso político, para construir instituciones confiables, para buscar una mayor representatividad y también respetar formas de participación democrática diversas. Confundir el fantasma racista del fraude inventado por Trump con esta larga movilización mexicana es un insulto a todos aquellos que alguna vez protestamos contra las irregularidades electorales en nuestro país.