A veces hay noticias que podrían servir para retratar una época. Momentos irrepetibles de puro triviales, y tanto más interesantes por eso. Por ejemplo, la historia del Buda de Madrid. Es como sigue.
Según parece, en los últimos meses de su gestión como alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena puso mucho interés en impulsar un proyecto del empresario José Manuel Vilanova, asociado con el ayuntamiento de Lumbini —el pueblo en que se supone que nació Buda. El proyecto consistía en la construcción de un Buda gigante, el más grande del mundo, de 36 metros de altura, en terrenos cedidos por la ciudad de Madrid. La estatua de bronce sería el centro de un santuario en el que habría zonas para restaurantes, tiendas de recuerdos y dos edificios para residencias. Y se suponía, eso decía el proyecto, que atraería a 3 millones de turistas al año. Se escogió un predio de unos cinco mil metros cuadrados, valorado en 4 millones de euros, que estaba previsto para construir una escuela. El responsable de las gestiones era el sobrino de la alcaldesa, Luis Cueto.
En la historia están la especulación inmobiliaria, las relaciones familiares de la clase política, los negocios transnacionales, la fantasía del turismo millonario de Asia. Material suficiente para una serie de televisión. Pero además se trataba de un Buda gigante. Según Vilanova, la intención era “potenciar la marca Madrid en Asia” (así se habla en España hoy) mediante la edificación de un templo budista “que refleje su luz en las cuatro direcciones y sea morada de paz atemporal”. Es decir, se supone que hay millones de gentes que no irían a Madrid a ver el Museo del Prado o el Reina Sofía, o el Madrid de los Austrias, pero que sí irían para ver un buda grandote. Pero sobre todo está la idea de la paz: mi proyecto, decía Vilanova, “era el mejor proyecto de paz que ha existido en Europa desde la II Guerra Mundial”.
Para nuestro sentido común, el budismo, el Tíbet, Nepal, los monjes rapados que hablan con acertijos, representan una bondad bobalicona, ecológica y abstraída que nadie podría rechazar. La sonrisa miope del Dalai Lama es uno de los iconos de la paz, junto con Mandela, Gandhi, Bono y, no sé, Angelina Jolie. Y por lo visto eso era lo que ilusionaba a la alcaldesa de Madrid.
Es verdad, el Dalai Lama puede decir cosas muy espirituales, también el papa Bergoglio o Alí Jamenei, incluso nuestro Hugo Valdemar. Pero lo primero que viene a la memoria, si se piensa en el budismo, si se mira la prensa, es el drama de los rohinya, la minoría musulmana de Myanmar, perseguidos, encerrados en campos de concentración, masacrados por monjes budistas. O la persecución de los tamiles en Sri Lanka, los atentados contra templos cristianos, mezquitas, dirigidos por monjes budistas. O el régimen de servidumbre en el Tíbet del Dalai Lama.
El budismo no es ni mejor ni peor que el cristianismo o el islam, y puede ser igual de salvaje. Pero los prejuicios de un orientalismo infantil permiten que un gobierno de izquierda (o algo así) piense en levantar una gigantesca estatua de Buda, porque representa La Paz. En serio: mejor leer a Mauricio Tenorio.