Si algo estorba al idilio donde se manifiesta la literatura es improbable entonces que perdure. Resulta precario su equilibrio. Un texto no solo depende del autor cuando poco vale la experiencia y de nada la reflexión. Anne Carson (1950) es una poeta que persiste con lucidez y va ganando la batalla contra lo tendencioso e inmediato: escribe con placer y el lector atiende su obra.
Crear poesía, traducirla y opinar acerca de ella es un eterno altercado semántico. Galardonada y reconocida, Carson se dedica a la palabra, enseña, lee, escribe. Entrega que se manifiesta en cada texto. El lenguaje que utiliza nos aproxima al verso sin necesidad de haber leído tanto como para comprender la metáfora más sutil. He ahí lo que eruditos llaman maestría.
En Albertine, rutina de ejercicios (editorial Vaso Roto), Carson da un ejemplo de la versatilidad que debe manifestarse al escribir, retomando a quien protagoniza En búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust. Albertine encarna “una obsesión romántica, psicosexual y moral para el narrador”. De los siete volúmenes que lo constituyen, La Prisonnière, donde ella figura con mayor frecuencia, podría ignorarse sin romper el hilo conductor.
Las voces de André Gide, lector de Proust; Roger Shattuck, experto mundial en él, y Samuel Beckett, son convocadas por Carson para fundamentar los 59 párrafos acerca de una joven que cuando surge, yace dormida. Dormir, el estado que más le complace a Marcel, tiene un parentesco innegable con Shakespeare.
A través del amor, ficticio y real, Carson elabora en Proust una analogía desesperada que muestra el “término de la invernal paranoia de posesión de los amantes. Como Hamlet le dice a Ofelia con exactitud, pero despiadado: no debiste creerme”. Acto de fe que radica en ignorarlo cabalmente.
@erandicerbon