Las encuestas mostraban una elección más o menos cerrada, con una ventaja de 8 puntos en favor de Emmanuel Macron, quien al final ganó a Le Pen con 18.8 millones de votos (58.5 por ciento de la votación). Ganó a pesar de la pandemia, la guerra y la inflación. Es el primer presidente francés en ser reelecto desde hace 20 años. Tuvo un porcentaje de votos mayor al de Mitterrand en 1981 y 1988, y mayor al de Sarkozy en 2007, y obtuvo más votos que Hollande en 2012. Pero hubo 13.7 millones de franceses que no votaron y 2.2 millones que votaron en blanco, lo que ha dado pie a una ofensiva de la izquierda radical (Mélenchon) contra la legitimidad de su victoria: por la importancia de la abstención (28 por ciento) y de los votos en blanco (6 por ciento), y por considerar que de los 18.8 millones de votos a su favor, muchos no fueron de adhesión sino de rechazo a la extrema derecha que representa Le Pen. Le Monde dedicó ayer su editorial a este tema, que enmarca en “el proceso en curso de descomposición y recomposición política” en Francia, y criticó a Mélenchon (electo diputado en 2017 con apenas 20 por ciento de los votos) por su intento de “socavar la legitimidad del voto y con ello mismo los fundamentos de la democracia”. No somos los únicos que vivimos un proceso de descomposición y recomposición política e intentos de socavar la legitimidad del voto.
La mayoría de los países con sistema presidencial o semi-presidencial (como Francia) tiene elección a dos vueltas, pues ha juzgado que las ventajas de la segunda vuelta son más importantes que las desventajas. La segunda vuelta contribuye a darle legitimidad al ganador (es mejor tener un presidente elegido con más de la mitad de los votos que un presidente elegido con menos de la mitad) y contribuye a que, con un mandato de más de la mitad del voto, el gobierno sea más eficaz. Pero Francia tiene, además, segunda vuelta en las elecciones legislativas. Muy pocos países en el mundo (y ningún país latinoamericano) la tiene, con lo que desaparecen los incentivos para mantener coaliciones permanentes: las alianzas para la segunda vuelta presidencial son hechas para ganar, no para gobernar. Francia, en cambio, tiene dos vueltas en las elecciones legislativas, regidas con un criterio en el que pasan a la segunda ronda todos los candidatos que consiguen un porcentaje mínimo de votos en la primera ronda. Macron enfrenta una elección parlamentaria en junio. Su partido la debe ganar para poder gobernar como lo ha hecho hasta hoy (es el único presidente en la historia de la Quinta República en haber sido reelecto teniendo la mayoría en el Parlamento). No será fácil, pues deberá enfrentar lo que todas las democracias de Occidente enfrentan: movimientos nacionalistas, anti-liberales y populistas de extrema derecha o izquierda radical, que atentan contra los consensos generados en el centro. El voto de derecha de Le Pen y Zemmour en la primera vuelta, más el voto de izquierda de Mélenchon, suman 52 por ciento de los electores en Francia. Los extremos, hoy, tienen mayoría frente al centro.
Francia, Europa y Occidente se salvaron de una calamidad. De haber ganado Le Pen, la OTAN habría sido debilitada, Putin habría ganado una aliada y la Unión Europea habría salido muy golpeada.
Carlos Tello Díaz
Investigador de la UNAM (Cialc)
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