La mayoría de los estadunidenses se solidariza con los migrantes mexicanos, a pesar del ambiente hostil estimulado por el presidente de Estados Unidos.
Existe una minoría prejuiciosa, creyente en la supremacía blanca, que percibe a los migrantes indocumentados como criminales,y si alguno se encuentra con alguno en la calle, a veces es agredido o intimidado con los gritos: “¡Trump!, ¡Trump! ¡Trump!”
Existen numerosas ciudades santuario protectoras de migrantes, de costa a costa y de frontera a frontera, pero también está la conspicua ausencia de Arizona y Texas, en la frontera con México.
Ante este clima polarizado, resulta plausible que el Departamento de Estado, a través de la embajada de Estados Unidos en México, conceda visas a los abuelos de migrantes indocumentados para permitir reencontrarse con sus hijos indocumentados.
La visa de turista puede ser expedida por 10 años, con entradas múltiples, a los mayores de 60, y que no hayan estado ilegalmente en Estados Unidos.
Las familias pagan la visa y la transportación aérea, mientras que las secretarías de Migración de los estados organizan la logística del viaje en grupos a Estados Unidos, con la participación de los municipios, los clubes de migrantes y los consulados de México.
En Michoacán el programa se llama Palomas Mensajeras, en Zacatecas Corazón de Plata y así por el estilo.
The Washington Post publicó hace dos días en primera plana un estupendo reportaje escrito por Kevin Sieff, con fotografías de Sarah Voisin, digno de un premio Pulitzer.
El autor narra con detalle el viaje de María Dominga Romero León, indígena purépecha de 68 años, desde Cherán, Michoacán, a Germantown, cerca de Chicago, para encontrarse con su hija Guillermina, a quien no ve desde que salió hace unos 17 años, y a los nietos americanos que no conoce y que hablan español con dificultad.
La señora Romero León nunca había volado en avión ni había usado una escalera eléctrica, ni siquiera había salido del estado, hasta que viajó por primera vez a Chicago.
Guillermina Sánchez, la hija de María Dominga, emigró al iniciar 2002 con su hija de seis meses con una visa de turista con la intención de quedarse con su marido, quien la esperaba en Chicago después de cruzar ilegalmente la frontera.
Como todos los migrantes, se fueron de Cherán a buscar una mejor vida, encontrar un trabajo y luego ayudar a su familia con el envío de remesas. Algunos se fueron no solo a Chicago, sino a San Luis, Missouri, o a Raleigh, Carolina del Norte.
Sin embargo, los programas de reunificación familiar temporal no tienen el respaldo oficial de la Embajada estadunidense. Les dan la visa a los ancianos porque formalmente cumplen con los requisitos legales pero lo hacen, digamos, con cierta discreta simpatía.
Que viva la tolerancia: el mismo gobierno que le dio la visa a María Dominga para ver a su hija en Estados Unidos es el mismo que persigue a su hija indocumentada para deportarla.
Razones humanitarias, que honran la tradición liberal estadunidense, permiten a veces soslayar la estricta aplicación de leyes migratorias.
Pero que Trump no se entere. Sería el fin de las Palomas Mensajeras.
@AGutierrezCanet
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