Por: Saraí Elizondo Martínez
Ilustración: Víctor Solís, cortesía de Nexos
La imposición del Dr. Romero como director general del CIDE se trata de un caso de corrupción en un sentido amplio de la expresión. Esta imposición de autoridad se ajusta a su acepción más conocida. Aun así, como todos los casos, presenta ciertos matices y dificultades para ser reconocido como tal. De hecho, el carácter elusivo de la serie de eventos que han sucedido en el CIDE en los últimos meses y la exagerada discrecionalidad con la que se ha llevado a cabo el proceso refuerzan el argumento de corrupción que aquí presento y hacen más patente nuestra denuncia. Resulta interesante que una de las justificaciones más repetidas en la intromisión en el CIDE sea, precisamente, la acusación de corrupción. Aunque desconozco su veracidad, parece que el remedio a la corrupción es más corrupción. El intento por acabar con todo privilegio en el CIDE consiste en privilegiar ciertas figuras de autoridad para que impongan su voluntad sin escuchar la voluntad de quienes pretenden gobernar. ¿Qué tan legítimo es esquivar las normas y mentir públicamente en pos de la supuesta lucha contra la corrupción? ¿Dónde termina la corrupción del pasado y comienza la del presente?