Por: Mauricio Molina
Ilustración: Sergio Bordón, cortesía de Nexos
A simple vista sólo se ve una maraña de garabatos distribuidos en las hojas de papel. Se podría decir que la escritura es una selva en miniatura donde se esconde, confundido entre las letras, un animal mimético, metamórfico, que rara vez se percibe con claridad: el sentido. Leer una palabra tras otra implica seguir un rastro en el paisaje en miniatura de la página, como si el ojo descifrara, a lo largo de las hileras de manchas, puntos y garabatos, una cadena de hormigas o el contorno de una mariposa confundida más allá, mimetizada en la escritura. Un lugar común hace del escritor un asesino de insectos a los que va aplastando sobre la página en blanco, pero que, milagrosamente, gracias a la percepción distanciada de la mirada, esta serie de manchas adquiere significado. O también podría decirse que la escritura es el rastro de un insecto que se ha escapado del frasco del tintero y trabajosamente escapa por la página. Se trata de un insecto invisible, que sólo deja sus huellas para plantearnos el enigma de su existencia. Insecto en fuga permanente que nadie ha visto y que sería la delicia de un entomólogo. Escribir (y leer) sería una metáfora de la persecución de este elusivo insecto.