Hay citas tan buenas que se vuelven trilladas por el uso excesivo. Así, puede pensarse en la frase de Jean Monnet de que Europa se forjará en las crisis y se convertirá en la suma de las soluciones con las que las afronte. Cliché o no, la previsión de Monnet —uno de los arquitectos de la Unión Europea— se ha mantenido en esta crisis como en las anteriores. La pandemia ayudó a la eurozona a cruzar el Rubicón del endeudamiento común para las transferencias fiscales.
Pero otro cambio también impulsó a la Unión Europea en esta crisis, que no implicó la búsqueda de nuevas soluciones, sino el redescubrimiento de algo antiguo. Durante dos décadas, a partir de la de 1990, los partidos gobernantes de Europa la centro-derecha, pero también la centro-izquierda, sobre todo con Gerhard Schröder en Alemania, se dejaron seducir por una forma de fundamentalismo de mercado convertido en redistribución: restringir el Estado, dejar que los mercados hagan su magia, y luego compensar cuando sea necesario. Esta filosofía de gobierno ya se estaba agotando tras años de austeridad fiscal, falta de inversión y la creciente amenaza del cambio climático. La pandemia puso el clavo en el ataúd: el imperativo obvio de una intervención estatal inteligente, para manejar la crisis sanitaria y apoyar los medios de vida durante los confinamientos, permite a Europa abrazar de nuevo la economía social de mercado.
El entusiasmo con el que la Comisión Europea lleva a cabo esta revalorización de los aspectos sociales de la economía la hace casi irreconocible desde su propia encarnación de hace apenas una década. Entonces, era el paladín de la consolidación fiscal, la desregulación y la “competitividad” en forma de costos laborales unitarios más bajos, es decir, la compresión de la participación de los salarios en la renta nacional. ¿Y ahora?
Este mes la comisión puso en marcha un plan de acción para la “economía social”, es decir, los distintos tipos de entidades que realizan actividades económicas sin fines de lucro, desde las empresas sociales hasta las mutualidades y las organizaciones benéficas. Esa misma semana publicó propuestas para reforzar y precisar los derechos de los trabajadores independientes (de la economía de chambas), incorporando a la legislación algunos de los avances que se han producido en los tribunales de todo el mundo o por parte de los gobiernos individuales de la Unión Europea para garantizar que los trabajadores de las plataformas no se vean perjudicados por las fisuras de la legislación laboral.
Mientras tanto, la presión que ejerce desde hace un año para que la Unión Europea adopte una directiva sobre salarios mínimos adecuados está cobrando fuerza. Los países nórdicos, que no tienen salarios mínimos legales, se oponen a ella por temor a que socave su modelo de negociación colectiva. Ahora, la nueva primera ministra socialdemócrata de Suecia, Magdalena Andersson, aceptó un compromiso en el Consejo de Gobiernos Nacionales. Es muy posible que la presidencia francesa del consejo concluya el proceso el año que viene.
Es decir, le da alas a la economía social de mercado europea, pues. Sin embargo, estos vientos son internacionales. En Estados Unidos, el gobierno de Joe Biden elabora políticas utilizando una doctrina que yo describo como economía progresista de la oferta, que ve el gasto social como inversiones en una mayor participación laboral y una mayor productividad del sector privado. Reino Unido, apenas un año después de salir de la Unión Europea en busca de la divergencia, adoptó un plan de sustitución salarial al estilo europeo para los que perdieron sus medios de vida en la pandemia. Su gobierno conservador está subiendo los impuestos a niveles históricamente altos para financiar el servicio de salud pública. Y en Japón, un nuevo primer ministro despotrica contra el “neoliberalismo” y promete una política económica más redistributiva.
Así pues, la Unión Europea y sus Estados miembros (en muchos de los cuales la centro-izquierda va en ascenso) se suben a las cambiantes corrientes mundiales de pensamiento económico. Esto también era cierto en la fase anterior: la obsesión poco crítica con los mercados poco regulados era un fenómeno mundial. La diferencia es que ahora, Europa se alinea con un fenómeno global que juega a su favor.
En un nuevo artículo, los economistas Thomas Blanchet, Lucas Chancel y Amory Gethin utilizan la metodología más completa de la desigualdad para comparar Europa y Estados Unidos. Europa tiene unos ingresos más equitativos; no es ninguna sorpresa, pero hay otras dos conclusiones que están muy lejos de ser obvias. La mayor igualdad de Europa no se debe a un sistema fiscal y de transferencias más progresivo. De hecho, EU redistribuye más a los más pobres. En cambio, los propios beneficios de los mercados —antes de los impuestos y las transferencias redistributivas— se reparten de forma mucho más equitativa en Europa. Más, de hecho, que en EU después de la redistribución.
Ese es el rendimiento de las inversiones sociales persistentes, incluso durante los años de vacas flacas. El giro social global provocado por la pandemia permite a Europa recuperar su ADN. La ex canciller alemana Angela Merkel solía decir que Europa tiene 7 por ciento de la población mundial, 25 por ciento de su economía, pero 50 por ciento de su gasto social. Quería señalar un problema. Cada vez parece más un ejemplo a imitar.