Desde hace mucho tiempo soy partidario de gravar el valor del suelo. Este impuesto puede ser eficaz para la economía y justo para la moral, pero ha sido políticamente imposible: el interés de los propietarios de tierras ha sido demasiado fuerte. Esto es una tragedia. Ahora que los políticos de Occidente tienen dificultades con el bajo crecimiento, las finanzas públicas presionadas, las grandes desigualdades, las tensiones intergeneracionales y un sistema financiero inestable, tienen que considerar un cambio tan fundamental en lo que se grava.
La idea de gravar el valor de alquiler de la tierra se asocia más con el estadunidense del siglo XIX Henry George; sin embargo, Adam Smith, David Ricardo, James Mill y su hijo, John Stuart Mill, compartían la misma opinión. A partir de entonces, de manera absurda, los economistas empezaron a incorporar la tierra (que incluye todos los activos naturales no producidos) al capital producido. Esto condujo a los modelos neoclásicos de “dos factores” de la economía, que son, de hecho, muy engañosos. Como resultado, los impuestos sobre el suelo se consideraron cada vez más dentro del contexto de los gravámenes sobre la riqueza, a pesar de que los recursos naturales son muy diferentes del capital creado a partir del esfuerzo y el consumo no realizado.
Un artículo publicado por el Centre for Economic Policy Research en 2021, titulado “Post-Corona Balanced-Budget Super-Stimulus: The Case for Shifting Taxes onto Land” (Superestímulo presupuestario equilibrado posterior al coronavirus: el argumento para trasladar los impuestos a la tierra), ofrece una magnífica perspectiva general de todos los argumentos relevantes en la actualidad. Sus autores también proporcionaron un excelente resumen en VoxEU, el portal de noticias del organismo.
El argumento moral para separar el rendimiento de los recursos naturales del de otros activos es que los primeros son anteriores al esfuerzo humano. Su valor depende de este último, pero en ningún caso del de sus propietarios. La tierra que hay debajo de mi casa, por ejemplo, registró un enorme aumento de valor en las últimas décadas. Yo no he hecho nada para ganármelo. Ese ha sido el resultado de los esfuerzos de todos los que han contribuido a enriquecer Londres, incluidos, por supuesto, los ciudadanos en general, a través de sus impuestos. Una gran parte del valor de aglomeración de las ciudades productivas es captada de este modo por los propietarios de las tierras.
En economía, desde hace mucho tiempo se entiende que es sensato gravar los factores de producción cuya oferta no se ve afectada por su precio. Las existencias de capital reproducible son todo lo contrario. En una economía globalizada con libre circulación de capitales, es muy difícil gravar esos activos, como también ocurre con el capital humano móvil. En ambos casos, con el intento de hacerlo se corre el riesgo de reducir la oferta de capital y, por lo tanto, los ingresos; sin embargo, no es difícil gravar la tierra, que es por definición inmóvil.
Otro argumento a favor de gravar gran parte del valor de alquiler de la tierra es que el sistema crediticio financia ahora principalmente la propiedad de la tierra. De este modo, las rentas del suelo se convierten en intereses de una deuda improductiva. Las burbujas especulativas de la tierra también impulsan el ciclo crediticio, con efectos macroeconómicos que pueden ser devastadores.
No menos importante, muchos gobiernos ahora necesitan recaudar más ingresos, idealmente de forma que no reduzcan la prosperidad. Una vez más, socializar gran parte del rendimiento de la tierra es una forma obvia de hacerlo. Además, la base fiscal es enorme: en Estados Unidos y Reino Unido, el valor de los “activos no producidos” representa más de la mitad de los activos totales. Lo mismo ocurre en muchos países más.
Nada de esto tendrá mucha importancia si en la práctica los beneficios potenciales de dejar de gravar el capital y el trabajo producidos no fueran grandes, pero lo son. Los autores del estudio del Centre for Economic Policy Research estiman, a partir de un modelo sencillo, que un aumento de la tasa impositiva sobre el valor de la tierra de 0.55 a 5.55 por ciento, con reducciones de los impuestos sobre el capital producido y el trabajo de 28 y 10 puntos porcentuales, respectivamente, aumentará la producción en 15 por ciento respecto a la tendencia. Si los responsables de la formulación de políticas quieren promover el crecimiento, este es un punto de partida evidente: gravar mucho más las rentas no devengadas y mucho menos la formación de capital y el trabajo de las personas.
El poder político de los propietarios de las tierras, grandes y pequeños, es la razón por la que los argumentos de los grandes economistas son ignorados desde hace tanto tiempo; no obstante, también existe el error intelectual de mezclar la tierra con el capital producido como si fueran la misma cosa. Algunos argumentan, además, que valorar la tierra es casi imposible, pero este punto es incorrecto. Como se muestra en el artículo, es posible valorar la tierra si los gobiernos desean hacerlo.
Es evidente que valorar la tierra puede generar problemas transitorios considerables, entre ellos los cambios en las valoraciones sobre las que se han acordado las hipotecas. Una forma de evitar este problema puede ser introducir los nuevos impuestos sobre el suelo únicamente sobre los valores superiores a los actuales. Otra puede ser introducir los nuevos impuestos de forma gradual.
Y de manera crucial, si existen reformas capaces de hacer que la situación del país en su conjunto esté mejor, en principio es posible compensar a los perdedores que nos preocupan y aún así mejorar la situación de todos los demás. Hay pocas políticas de este tipo. Sean atrevidos. Hagan la prueba con esta.