Criado en la Gran Depresión, el novelista y ganador del Premio Nobel, Saul Bellow, nunca olvidó el vínculo entre los estadounidenses en la miseria y su presidente sofisticado, semiextranjero y lleno de poder. “Las masas desempleadas, los trabajadores, los mecánicos, los conductores de tranvías despedidos, los archivistas, los vendedores de zapatos, los planchadores de pantalones, todos confiaban en Franklin Roosevelt, un Groton Boy (Chico de la escuela Groton), un ricachón registrado, un rico caballero de Harvard y Hyde Park”.
A los electores no les preocupan las élites si cumplen con las condiciones de su posición, que es el uso activo de poder para la mejora material de la gente. El problema parece comenzar cuando no se comportan como élites en lo absoluto, cuando se contienen y profesan impotencia en contra de las fuerzas globales. En ese punto, los trabajadores cuestionan el objetivo de sus superiores, quienes, como señores feudales, disfrutan de los adornos del poder pero no practican ninguna de sus obligaciones.
Occidente no está en una revuelta contra las élites. Las personas que votaron en Gran Bretaña por salir de la Unión Europea, por Donald Trump para que llegara a la Casa Blanca, y que podría elegir a Marine Le Pen como presidente de Francia el próximo mes, son nostálgicos de una época en la que las élites eran más poderosas, no menos, cuando los barones del gobierno, las empresas y los sindicatos organizados conspiraban por mantener su puesto. El corporativismo era elitismo en forma práctica. Los flujos de capital entre los países los vigilaban élites más lejanas en instituciones que se crearon en Bretton Woods, que en sí mismo era una reunión de la élite que podría avergonzar cualquier fin de semana en Bilderberg.
Leer sobre los arquitectos de esa era es bañarse en un elitismo señorial y desvergonzado. El economista John Maynard Keynes, los diplomáticos Henry Kissinger y George Kennan, Robert Schuman y otros fundadores del proyecto europeo. Ellos estaban extremadamente aislados de la gente normal. Algunos tenían creencias que tocaban la era predemocrática. Pero ese era el punto, su experiencia para imponer orden sobre el caos es lo que era apreciado y, por lo tanto, lo que se extraña cuando el orden dio un giro en la década de 1980 y más adelante.
Escribo esto con un gesto de dolor liberal, pero 2016 expuso una gran demanda no satisfecha de un gobierno paternalista. Un número decisivo de electores tienen hambre de un elitismo auténtico. Su pleito es con el elitismo cifrado de la era de Davos, en el que se eligen políticos solo para que afirmen su incapacidad para hacer frente a la vorágine global, donde las mayores empresas como Google le restan importancia a su propio poder a favor de un mundo online.
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Los electores enojados no quieren golpear al elitismo. En todo caso lo que quieren es su restauración. Quieren el mundo ordenado en el que crecieron, cuando una medida de dirección central mantenía los empleos asegurados y los barrios familiares. Consideran a las élites modernas como padres laxos, no estrictos, pasivos durante las últimas décadas de competencia económica extranjera y un cambio social vertiginoso. Demandan élites adecuadas, élites que usen su poder.
No exigen el sueño libertario de Rebel: How to Overthrow the Emerging Oligarchy (Rebelde: cómo derrocar la oligarquía emergente). En su nuevo libro, el parlamentario Douglas Carswell cita al Brexit, su éxito electoral en una ciudad costera y, de hecho, cualquier evento que ocurra en tiempo y espacio real como prueba de que la gente quiere un estado pequeño sobre el que puedan ejercer un dominio de liderazgo constante, a través de algún tipo de mente digitalizada.
El problema es que la “oligarquía” es una descripción “útil” para el sistema social que extrañan los votantes enojados. Un sistema de grandes empresas con deberes políticos implícitos para conservar los empleos en el país; del gobierno como una pantalla entre el trabajador y el mercado; de las fuerzas armadas como un gran empleador y fuente de valores culturales; de niveles de inmigración establecidos por decreto en lugar de una interacción de oferta y demanda.
Bellow dijo que mientras que presidentes menores tuvieron doctrinas intelectuales, Roosevelt lo logró con palabras de Isaías: “Consolarlos”. Le dijo a los electores inseguros que no estaban solos, que los protegería de las vicisitudes de la vida con toda la generosidad fiscal y la inteligencia tecnócrata que podría reunir la República.
Ese contrato se extendió al Occidente después de la guerra. Las masas hacían deferencia a las élites, siempre y cuando, las élites controlaran la exposición de las masas a las duras realidades del mercado. El desgaste del contrato llevó a la amargura del día de hoy. Puede ser que Carswell tenga razón. En 2016, los electores no le pidieron a las élites que abandonaran el poder. Castigaron a las élites por las veces anteriores que abdicaron al poder.
