Con el clímax de la crisis ucraniana se han multiplicado los comentarios que sugieren que vivimos una nueva guerra fría. Pero esta imagen es inapropiada e incluso peligrosa. La guerra fría descansaba sobre cuatro pilares: la existencia de dos superpotencias que dominaban el planeta; el reconocimiento mutuo del statu quo en Europa; una disputa ideológica entre dos modelos y una rivalidad a escala mundial.
Ese tiempo ya pasó. El diferencial de potencia económica y militar entre Washington y Moscú es muy superior al que existía entonces, y la distribución del poder a escala planetaria es mucho más imprecisa: vivimos en un mundo multipolar o apolar. Todos los grandes Estados del continente europeo están insertos en una red de cooperaciones: Consejo Europeo, OCSE, Consejo OTAN-Rusia, Asociación para la Paz… La democracia y la economía de mercado se imponen, a los tumbos, a escala de todo el continente.
Frente a Irán y Corea del Norte, Moscú y Washington solo difieren en la estrategia: ambos comparten los mismos objetivos de no proliferación nuclear. En Siria, Rusia no está disgustada por coronar un peón a los países occidentales, pero busca más defender sus intereses que oponerse a Estados Unidos.
La imagen de una nueva guerra fría es tanto o más inapropiada cuando, del lado occidental, hay más interés en desarrollar una lógica de cooperación con Moscú que una confrontación estéril. Se prefiere un ganar-ganar que jugar a “suma cero”.
Barack Obama ha intentado volver a empezar de cero. Desde su entrada en funciones, en 2009, se afanó en proponer la negociación de un nuevo tratado para controlar las armas nucleares. Sobre el tema de la defensa antimisiles, abandonó la idea de instalar un sitio de interceptores en Polonia, y propuso un relanzamiento de la cooperación sobre esos sistemas.
Para eclipsar el contencioso a propósito del affaire Snowden, que provocó una poco común cólera del presidente norteamericano, Obama ha pensado en un tratado comercial bilateral. La alianza militar occidental OTAN, de la cual EU se ha venido desinteresando cada vez más, se ha movilizado más por retirarse de Afganistán [donde EU está desde noviembre de 2001] que por la defensa contra una hipotética amenaza venida del Este.
En cuanto a la Unión Europea, sus intentos de mediación, de Georgia en 2008 a Ucrania en 2014, muestran a las claras que ella no está en modo alguno en una lógica de confrontación. Y no se puede decir que los occidentales estén urgidos, después de veinte años, de atraer a Kiev fuera de la órbita rusa.
Pero en su lugar, Vladímir Putin busca reactivar una forma de competencia estratégica entre Rusia y Occidente. Se trata en primer lugar de movilizar a la sociedad rusa en torno de poder fuerte, en un país pretendidamente amenazado por el extranjero. Se trata también de neutralizar, si no de avasallar a los Estados fronterizos, recurriendo al arma energética (el gas).
Rusia busca igualmente impresionar a sus vecinos occidentales multiplicando las provocaciones aéreas y marítimas, como en tiempos de la guerra fría.
En 1987, Gueorgui Arbatov, cercano de Mijail Gorbachov, declaró: “Vamos a hacerles una cosa terrible: vamos a privarlos de enemigo”. En 2014, parece más bien que es Rusia la que no soporta verse privada de un enemigo.
El proyecto de una Unión eurasiana va incluso más allá, por lo que Moscú se ha colocado en competencia ideológica como un EU que describe como decadente, y busca provocar en el continente europeo el surgimiento de una nueva comunidad de valores, que se pretende cristiana y conservadora. Haciendo esto, Putin se identifica más con el periodo zarista que con la era soviética: su asociación con la Iglesia ortodoxa es más importante que la rehabilitación de Stalin a la cual él ha procedido en los últimos años.