He regresado a la Ciudad de México tras una larga temporada en el campo. Descubro que son otras las sensaciones y las formas del barrio —Parque San Andrés, Coyoacán— en el que nací, crecí y viví durante 24 años.
El condominio horizontal donde estaba mi casa —el número 129 de la calle Inglaterra, justo detrás del restaurante André, popular entre la academia por aceptar vales universitarios— es azul y solía ser durazno. Me aferro un instante al nimio detalle del color distinto para amortiguar la conmoción y evitar que todos los cambios ataquen mis nervios de golpe.
Es el azul y además son los árboles: faltan cuatro tabachines, tres jacarandas, dos limoneros y un hule en donde —el 23 de enero de 2005 por la noche, con la cabeza recargada en monstruosas raíces que habían destrozado el cemento y la compañía de su cojo perro negro— murió Tiliches, el ropavejero teporocho de la cuadra.
Es la banqueta fúnebre y además es el sonido: los pájaros se han ido; su canto me despertaba y llevaba del sueño al agua y del desayuno a la calle. Es el silencio de música acrobática y además es el desamparo.
Los vecinos nos encontrábamos cada día en una banqueta cubierta de flores moradas. El aire olía a limones y pájaros inquietos —casi todos gorriones grises, pero de pronto se veía alguna calandria de pecho amarillo, algún picudo colibrí de cuello rojo— iban de un árbol a otro mientras, con trinos rápidos y cortos, construían su alegre polifonía de la mañana.
Me quedo parado frente al condominio donde estaba mi casa. Una mujer vieja sale. Es domingo. Las cuatro de la tarde. Le digo “¡hola!” y ella se cruza en silencio al otro lado de la calle con pasos rápidos, como si temiera que yo pudiera hacerle algo malo.
Entro al André. Pido las almejas que tanto me sorprendieron a mis 10 años cuando las sentí moverse en mi lengua. Ya no las tienen en la carta. Tampoco aceptan vales universitarios. Al restaurante le agregaron un segundo piso donde los miércoles hay tango. Todo me parece más frío, más angosto, más vacío y más oscuro. Pido mezcal y pido cerveza.
He regresado a la Ciudad de México tras una larga temporada en el campo. Es otra. Hasta cambió el nombre para designar a sus cosas: CdMx. Es la destrucción y además es la ausencia. Y siento la nostalgia de lo que alguna vez fue el DF —de sus antiguas sensaciones y formas— intensamente en el corazón, en los oídos, en los ojos, en las piernas y en la boca.