Hace algunos días leí una crítica implacable sobre una función en el Palacio de Bellas Artes. La crítica se centraba, principalmente, en la evidente falta de trabajo expresivo e interpretativo de quienes ejecutaban; además de la pobreza coreográfica de las obras de reciente creación. Resaltaba la notable preocupación de los bailarines por la correcta ejecución de los pasos y el cuidado técnico, que encima de todo no alcanzó ese objetivo.
Retomo por ello una disertación acerca de la simbiosis deseada entre ejecución e interpretación en el trabajo artístico ya que me he encontrado con ejemplos en el sentido contrario a lo que planteaba la crítica citada.
He visto más de un trabajo “coreográfico” sin sustento de la idea, ni exploración del espacio o del movimiento; pero sobre todo ejecutada por bailarines con evidente deficiencia técnica, quienes justifican esta carencia al resaltar la prioridad o necesidad de la interpretación, pues a final de cuentas “es ésa la esencia del arte”, y resulta que no se distingue ni una ni otra.
Estas dos situaciones aparentemente antitéticas nos llevan a cuestionar qué sucede o cuál es la filosofía que subyace en quienes crean e interpretan danza profesional hoy en día. Cabe aclarar que, afortunadamente, no se trata de tendencias unificadas, pero sí recurrentes. Basta recordar la polémica que desató hace unos meses el que se declarara desierto el Premio de Coreografía Guillermo Arriaga, evidenciando este vacío en más de un sentido.
Considero que podemos problematizar esta preocupación desde el ser y el deber ser de la danza y las artes. Una posible ruta sería preguntar qué se propone un coreógrafo al idear una pieza, lo que lo llevaría a fundamentar el tema, el manejo del espacio, el estilo de movimiento y la escenografía para madurar su trabajo e iluminar sus propias necesidades expresivas o comunicativas.
Para el caso de los ejecutantes, la reflexión podría ser similar: un cuestionamiento que lleve a clarificar lo que quieren de una obra, la técnica que requieren para comunicar lo que se desea y llevar su evolución más allá de conseguir o no un aplauso.
Plantearse preguntas sobre el quehacer de bailarines y coreógrafos parecería una obviedad; pero lo que en realidad revela es una problematización de fondo: ¿por qué y para qué se hace danza?
Para el caso de los bailarines y bailarinas que convierten su ejecución en gimnasia, la respuesta irá en un sentido y puede que adviertan que el aspecto comunicativo o de empatía con el público se ha dejado de lado.
Aquellos que han optado por lo que llaman interpretación, deberán responder si lo que presentan en escena lleva detrás una preparación física que dote de herramientas al cuerpo para transmitir una idea o han orientado su trabajo a la pantomima. Ni la gimnasia ni la pantomima carecen de valor, solo que no son danza.
Al dirigir sus ensayos, Gloria Contreras solía decir: “dime algo, cuéntame qué te está pasando, no te preocupes ahora de la técnica”. Lo dijo una mujer que se prepara todas las mañanas con diversos entrenamientos, además del ballet, para trabajar obras con un cuerpo ya acondicionado al que reviste de emociones, contenidos e historias. Hay artistas que saben que técnica e interpretación son dos caras de una misma moneda y no dos elementos antagónicos o excluyentes entre sí.
Rocío Sagaón, recientemente fallecida, fue también un claro ejemplo de equilibrio de estos elementos. Basta verla bailar en la película Islas Marías para dar cuenta de su intensidad y perfección.