En su magistral y entrañable Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, Robert M. Pirsig logró convertir a la más árida filosofía griega en un tema que se lee como si fuera una fascinante novela policiaca. Casi sin creerlo, como lectores avanzamos ávidos de conocer el desenlace de la historia de Fedro, álter ego del narrador que literalmente enloquece a causa de las batallas mentales en las que se enfrasca, principalmente alrededor del concepto de Calidad. En el fondo, la pregunta que Fedro se hace por el tema de la Calidad es: “¿Qué es lo bueno?”, asunto que se encuadra en esa categoría de las cosas que sabemos en algún nivel, pero que si tuviéramos que definir nos resultaría imposible. En algún momento de la novela, Pirsig señala un punto de inflexión clave en la historia del pensamiento griego, y por ende occidental, que en buena medida sigue presente en nuestra época. Explica que conforme se entronizó a la razón como capacidad máxima del hombre, y parámetro a partir del cual se estructuraría tanto la filosofía, como la vida individual, como la propia vida en sociedad, el bien, lo bueno, la virtud, la areté griega, quedó subordinada a la razón como algo deseable y agradable, pero que viene siempre detrás de lo que la lógica más implacable nos dicte que debemos hacer.
En la actualidad vivimos con toda claridad las consecuencias de este pliegue en apariencia intrascendente, pues nuestras sociedades se mueven dentro de lo que Max Weber llamó “racionalidad instrumental”. Entonces, por ejemplo, en la producción de bienes, lo que prima no es la búsqueda de calidad como tal (salvo en los casos en los que se rentabiliza explícitamente y entonces se vende como lujo), sino lo que la racionalidad dicte que es lo óptimo en términos de costo-beneficio, y de ahí que la enorme mayoría de productos que rodean nuestras vidas terminen por ser baratijas desechables. Incluso la filantropía, supuesto culmen del bien desinteresado, se mueve hoy por categorías de conveniencia, pues no solo permite pagar menos impuestos, sino que a menudo es un meticuloso cálculo visto como gasto en imagen y en relaciones públicas. El imperio de la racionalidad instrumental tiene consecuencias sociales desastrosas.
Ahora que vivimos una crisis sistémica que abarca prácticamente todos los niveles de la vida en sociedad, tal vez podríamos empezar a imaginar nuevos paradigmas de convivencia a partir de pensadores como Pirsig y su idea de Calidad. Quizá si antepusiéramos un poco más lo bueno a lo conveniente, podríamos empezar a apaciguar un poco las llamas del infierno que nadie más que nosotros hemos creado.