Más Cultura

Neruda y la Guerra Fría reloaded

Los dictadores suelen tener una buena imagen postmortem. No Hitler, claro, salvo en las periferias lunáticas, y solo un poco más Stalin, al que se le reconoce haber estado en el bando correcto en la Segunda Guerra Mundial —pese a su impúdico pacto con Hitler. Pero sí Lenin; desde luego Mao, del que aún se oye que salvó a China del hambre; incluso Mussolini, un fantoche que, dicen, al menos coqueteó con la cultura y evitó el antisemitismo, y no digamos dos autócratas relativamente light como Perón o Hugo Chávez, por aquello de que abatieron la pobreza, aunque haya sido con el método curioso de gastar a manos llenas y matar la producción del país: qué importan las miserias futuras en nombre del clientelismo de hoy.


En cambio, nada parece indicar que Pinochet vaya a sobrevivir a su muerte. Es cierto que quedan nostálgicos en Chile, donde, recordaremos, el plebiscito que terminó por costarle la chamba concluyó con un 56-44 en favor de los que no querían su continuidad, poco margen luego de los 17 años de torturados, desaparecidos y cargas policiacas, de esa insufrible prepotencia del clasemediero ñoño (sólo Franco le compite en este terreno) y esa propensión a apuñalar por la espalda, de la que la primera víctima fue el presidente Allende. Su imagen, muy mala cuando sus días en el poder, no ha hecho sino empeorar. Incluso su imagen de hombre recto aunque intransigente se ha caído a pedazos, luego de que le conocimos las cuentas millonarias en dólares y el fraude al fisco. Es un armario cerrado del que, cada vez que se abre, salen nuevos esqueletos, algunos con rastros de veneno.


Eso explica que haya gozado de aceptación general la teoría de que Pablo Neruda, lejos de haber muerto de cáncer de próstata, como siempre se creyó, fue ejecutado con una inyección de toxinas a manos de la ominosa policía secreta, la DINA. Hoy, tras largos y complicados exámenes forenses hechos por chilenos, norteamericanos y españoles, sabemos que la historia es apócrifa. Pero su considerable durabilidad, desde que salió a la luz en 2011 hasta hace pocas semanas, refrendó nuestra imagen del dictador del bigotito insufrible, tan mala como el primer día. Nadie regresa de entre los muertos y no hay modo de matizar el hecho de que el general derrotó irremediablemente a las fuerzas de la izquierda chilena, pero dan ganas de decir que en un hipotético duelo de ultratumba por la imagen entre él y Neruda, éste se apuntó un round. Una mancha más en una reputación como la del dictador, que ya necesitaba de tintorería.


Ahora bien, no es Pinochet el único responsable de que una historia como la del veneno resulte convincente. Los envenenamientos tal vez no existen, pero de que los hay, los hay, diría el folclor gallego. Y nos llevan al pasado reciente. Es como si los años atroces de la Guerra Fría se levantaran de la cama para recordarnos que no quedan tan lejos, o que estaban dormidos, no muertos.

Tres historias de espías

El 19 de septiembre de 1973, solo ocho días después del golpe de Estado, Neruda ingresó a la Clínica Santa María, en Santiago. A sus 69 años, arrastraba un cáncer de pésimo pronóstico, tanto que, en vez de huir del país rumbo al exilio mexicano como era razonable y estaba planeado, tuvo que internarse. No salió de la clínica; murió el día 23. La versión aceptada a izquierdas y derechas fue que se lo llevó la enfermedad y que probablemente contribuyó a su declive final el triunfo de la ultraderecha cuartelaria, un golpe anímico devastador para un estalinista de raza como él.


Pero llegaron 2011 y un artículo de Francisco Marín en el que el antiguo chofer de Neruda, Manuel Araya, aseguraba que su jefe había sido asesinado en la clínica mediante una inyección en el abdomen. No sonaba descabellado. En la Santa María murió en 1982 Eduardo Frei, predecesor de Allende y un abierto opositor al pinochetismo que pagó el precio de serlo. El ex presidente entró a la clínica para una operación de hernia en diciembre de 1981. En los primeros días de enero, sus familiares se enteraron de que había muerto a causa de un presunto shock séptico. En su caso, la conspiración parece real, y concluyó incluso con cargos por asesinato e imputados. Esto pasó mucho después, en 2009, cuando el juez decidió que había evidencias de un asesinato, particularmente los rastros de mostaza sulfúrica y talio que se encontraron durante la autopsia. Pinochet no se tentaba el corazón. El autoproclamado paladín de la lucha contra el comunismo, "nuestro hijo de puta", que dirían los gringos de alguien como él en aquellos días de polarización extrema, era igualmente capaz de asesinar a un contendiente de las filas conservadoras. Otro esqueleto a su cuenta, y plausiblemente ni el primero ni el último que moriría de ese modo en este mundo atroz.


Las teorías sobre asesinatos de las agencias de espías mediante el uso de venenos abundan desde hace años y tal vez siglos, si se atiende a la fama de los romanos en días del imperio o de los florentinos durante el Renacimiento. Pero son más abundantes que nunca en los años de la posguerra y los que les siguieron. Los fans de los servicios de inteligencia cubanos han cantado las loas de sus agentes, que, se dice, impidieron reiteradamente que la CIA asesinara a Fidel Castro con venenos de esos que no dejan rastro. ¿Será? Las historias de espías nos dejan siempre en una especie de limbo entre el conspiracionsimo hardcore y los hechos duros. Al parecer hubo, en efecto, un intento casi logrado de acabar con el barbón, reconocido por la propia CIA muchos años después y a regañadientes, con documentos desclasificados y todo. La Agencia se puso en contacto con la Cosa Nostra, indignada por el golpe a sus negocios en la isla que había significado la utopía castrista. La idea era envenenar al dictador con unas pastillas que debía suministrarle Juan Orta, un funcionario cubano. Al final, Orta se arrugó, el intermediario entre la mafia y la CIA se trató de echar para atrás —lo que acaso haya tenido que ver con que su cuerpo apareciera dentro de un barril de petróleo en las aguas de Florida—, y Fidel... Pues ya se sabe.


Lo que enturbia un poco la verosimilitud de la historia son dos de sus protagonistas: Sam Gianacana, sucesor de Al Capone en la mafia de Chicago, y Santo Trafficante, italoamericano de Tampa que hizo muy prósperos negocios en la Cuba de Batista. Personas muy reales, se les ha vinculado, sin embargo, con cualquier cantidad de complots de la Guerra Fría sesentera, desde Bahía de Cochinos hasta el asesinato de Kennedy, como asientan, con paranoica brillantez, la novela America de James Ellroy y, con cinismo conspiracionista, JFK, la inverosímil pero sin duda virtuosa película de Oliver Stone, convencido, o así dice, de que la mafia se agazapaba en todas partes.


En cambio, hay argumentos, ciertamente llegados de un mundo lejano, que permiten sostener hipótesis de envenenamientos bien reales. Ahí está el caso de Alexander Litvinenko, agente de la KGB y del Servicio Federal de Seguridad, que murió ante los ojos de la humanidad completa en una cama de hospital, destruido por el cáncer, plausiblemente a manos de otro agente, Andrei Lugovoi, que le suministró una dosis de polonio radiactivo para cobrarle su oposición a Putin y su exilio en el Reino Unido. Los servicios de inteligencia soviéticos y rusos, otros urgidos de tintorería, quedan seriamente cuestionados en esta historia, otra vez. Al parecer, Litvinenko colaboraba con los británicos en las investigaciones en torno a otros dos asesinatos famosos de críticos con el régimen de Putin, los del empresario Boris Berezovski y la periodista Anna Politovskaya, que sobrevivió a un envenenamiento para terminar sus días acribillada por a saber quién, aunque no es difícil imaginárselo.

Me lo dijo un pajarito


Las historias de espionaje suelen involucrar a mentes brillantes y por lo tanto historias de enorme sofisticación y encumbradísima astucia. Eso, salvo que las cuente Nicolás Maduro, el sustituto de Hugo Chávez y un hombre al que nadie, nunca, puede imputar el pecado de la inteligencia. Maduro llegó al poder en una situación muy complicada. Frente a las cifras muy aplaudidas en el progresismo global, las de la pobreza en retroceso, estaban la evidencia de que la producción se había detenido, de que el gobierno rezumaba corrupción, de que el petróleo menguaba por la burocracia y la incapacidad de los directivos impuestos por el comandante presidente, de que la criminalidad en Caracas hacía ver al México de la guerra contra el crimen organizado como una apacible socialdemocracia escandinava, de que el desabasto alcanzaba proporciones norcoreanas, de que en los últimos tiempos las emisiones de Aló presidente no las veía ni Noam Chomsky y de que la oposición crecía a pesar de los fraudes electorales y la maquinaria clientelar pagada con petróleo. Fue en ese contexto que Maduro empezó a alimentar el folclor caudillesco latinoamericano con lo que sí hay que concederle: esa prodigiosa indiferencia ante el ridículo.


Los disparates, que no se interrumpen, empezaron con la anécdota del pajarito que en realidad era el espíritu del comandante. Hace poco, dejó caer que iba a nombrar a una comisión integrada por "los mejores científicos del mundo" para investigar el cáncer del presidente muerto, que, dijo, "rompía todas las regularidades de esa enfermedad" y sonaba, por tanto, a envenenamiento. ¿Los responsables? Los "enemigos históricos de Chávez", dijo tan seguro de sí mismo, y luego se puso a expulsar diplomáticos norteamericanos. ¿Le habrá contado el pajarito lo del complot yanqui? No lo aclaró. Pero logró dejar muy mal parados a los chicos de la inteligencia cubana, el G2, que —lo cuenta muy bien Rory Carroll en su libro Comandante— terminaron por hacerse cargo de la seguridad del héroe bolivariano.

Gracias por el lamparón en nuestro prestigio, podrían decirle los socios isleños al antiguo chofer de camiones. Tanto salvar a Fidel para esto... Aunque tal vez Maduro, el limitado Maduro, sí haya aprendido una lección de su maestro, y es la útil naturaleza distractora del enemigo emboscado. Fórmula populista de toda la vida: gasta sin control, endeuda al país, haz al país completo un niño económicamente dependiente de tu generosidad y tu mando firme. Cuando la economía vuele en pedazos, acusa al yanqui, coludido con la oligarquía. Esa también la vimos en los tiempos de bipolaridad nuclear, cómo no.


¿Y Neruda? Volvamos al principio, luego del largo rodeo: su caso, como el nuevo protagonismo del espionaje ruso y la CIA, como la proliferación de caudillos populistas en fase terminal, como el regreso a la palestra del caso Kennedy y toda su cauda de paranoia complotista, como la vuelta de Rusia al protagonismo planetario de la mano de un candidato a tirano, nos ponen en una versión reloaded de la guerra fría. Algo, al parecer, no quedó totalmente resuelto ni en la psique colectiva, ni en la geopolítica planetaria. Ni, sobre todo, en nuestra capacidad para entender a fondo, sin prejuicios, sin militancias, lo que pasó en aquellos años de maniqueísmo y guerra santa. El presunto asesinato de Neruda sirvió para darle un nuevo repaso a Pinochet. Buena cosa. En cambio, no ayudó, sino todo lo contrario, a revisitar con ojos críticos la carga ideológica del periodo de Allende, una vía legal y pacífica de poner el socialismo "real" en el poder, lo que significa: una vía legal y pacífica —es decir, sin duda mucho mejor que la violenta y apocalíptica que causaba consenso en tantos sitios— de instituir el disparate económico y a menudo también la injusticia, esa forma de la injusticia que nace del utopismo igualitario y que por lo tanto se enmascara con un barniz de legitimidad difícil de remover.


De Neruda ni hablar: se trata del sujeto que hizo una oda a Stalin, del hombre de fe que nunca matizó sus convicciones, ni siquiera luego del Gulag y los juicios públicos del castrismo, ya de sobra conocidos, y del que no hay evidencias de pesar ante los millones que murieron en nombre de sus certezas. Fue un gran poeta en muchos momentos, desde luego —aunque sus cantos retumbantes a la patria y el socialismo son más cuestionables—, pero a creadores no más desafortunados en sus posiciones, digamos Borges, que se inclinó sin duda bochornosamente al lado opuesto, el de la derecha, se les ha condenado sin piedad por el traspié ideológico, a diferencia de lo que ocurre con Neruda. Ni gastarse con el tema, en todo caso. A estas alturas, es imposible que pasemos por la prueba del ácido a Neruda o a Allende mismo. Quedaron beatificados.


Estas imposibilidades también se las debemos en buena medida a Pinochet. El militarote de los lentes oscuros no sólo mató, desapareció y torturó. Además, contribuyó a que el mito del socialismo a la chilena alcanzara una vida mucho más larga de lo que merecía. Fue un asesino y un ladrón, pero también un incompetente.

Google news logo
Síguenos en
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.